El placer y el sacrificio
Las tres primeras secuencias de La cabaña del terror, la extraordinaria ópera prima de Drew Goddard, ya sugieren que no se trata de otra película en serie de un género destinado a los jóvenes; explotar la muda angustia del adolescente a partir de un sadismo incompatible con cualquier gesto de inteligencia y sensibilidad no es la fórmula de Goddard, ni de su brillante coguionista Joss Whedon. No sólo elevan el listón con el cual las películas del género van a medirse en el futuro. Es, sin dudas, una refundación del cine de terror, pero el filme también conlleva una hermosa carcajada frente al espíritu metafísico y su orden simbólico.
Al comienzo, unas gotas de sangre forman una inscripción gráfica que remite a un pasado mítico y remoto: es un aviso. A continuación, otro signo inequívoco: dos científicos, tan cínicos como resignados, hablan como de costumbre de algún problema con algún experimento no del todo ortodoxo. Podrían ser funcionarios de la NASA o de la CIA, es decir, responden al poder y están dispuestos a la manipulación. La tercera escena es simplemente la presentación de los cinco jóvenes, presuntas víctimas. Si parece un pasaje típico del género, el plano que cierra la escena y la cita de un libro de economía soviética son indicadores de que no todo es lo que parece.
Al comienzo el relato es previsible: unos amigos se van por un fin de semana a una cabaña familiar en un bosque perdido, recién adquirida. Lógicamente, la cabaña tiene una historia. Descubrirán en una de las habitaciones una pared-espejo cubierta por una pintura con motivos sacrificiales. ¿Quién espiaba ahí en otro tiempo? Los chicos no están solos y lo sabemos desde el principio: están siendo observados.
En los 30 minutos finales aparecen ciertas obsesiones cinematográficas recientes y de nuestra cultura: la vida como espectáculo es uno de los temas evidentes. Pero hay un plus: sin aviso la taxonomía de todas nuestras perversiones se materializa ante nuestros ojos. Tal perversión, el sustrato de nuestra violencia acallada, nos dice la magnífica película de Goddard, se retiene y armoniza por un viejo y espantoso conjuro, un método civilizatorio: los sacrificios. Lo genial aquí es ver cómo el espíritu de la comedia acaba de una vez por todas con el respeto solemne por lo sagrado y sus ritos. Extraña conversión: un filme de terror deviene en comedia. Reír ha sido siempre mejor que hacer genuflexiones.