El sentido de la vida, la fe y la esperanza.
“¿Quién le va a creer a un hombre que dice que pasó un fin de semana en una casa con Dios?”, se pregunta una voz en off al comienzo de La cabaña, en lo que es también una involuntaria evaluación filtro para el potencial espectador. Si la respuesta es “yo no”, urge advertir que las más de dos horas de metraje se volverán irrisorias, cuando no francamente insoportables, y que sería conveniente buscar una propuesta alternativa en la cartelera. Si, en cambio, la inclinación es hacia el “sí”... Bueno, quizá este vía crucis por el ideario y la simbología cristiana lleno de alegorías bíblicas pueda volverse módicamente reconfortante, al menos en términos espirituales. Porque la película de Stuart Hazeldine (El examen) tiene como única virtud la honestidad intelectual de nunca aspirar a ser algo distinto de lo efectivamente es: un panfleto religioso hecho y derecho, un panegírico sobre las bondades de Dios –siempre en mayúsculas– encarnado en la salvación de un hombre que se cuestiona los límites de su fe a raíz de un hecho trágico.
Basada en un libro de William Paul Young que lleva vendidos más de seis millones de ejemplares en todo el mundo desde su publicación en 2009 y al que Wikipedia cataloga como uno de los grandes exponentes del género “novela cristiana”, La cabaña gira pura y exclusivamente alrededor de Dios, a quien en los primeros veinte minutos se lo nombra no menos de una docena de veces, dado que todos los personajes son presentados en situaciones cuyo eje es Él. O “Papá”, como le dicen cariñosamente Mack Phillips (Sam Worthington) y su pequeña hija, una suerte de mini Flanders que cree que las estrellas brillan cuando Dios está escuchando plegarias y que no duda en interrumpir una charla para pedir que por favor vayan a rezar con ella. Tan buena es la nena, y tan poco sutil la mecánica doctrinaria del relato, que se vuelve evidente que algo va a pasar. Y lo que le pasa es que desaparece en pleno campamento, lo que pondrá patas para arriba todo el andamiaje eclesiástico del resto de la familia Phillips, sobre todo de Mack. Hasta que recibe una carta de Dios en su buzón con una invitación a la cabaña del título, la misma donde la niña murió años atrás.
El hombre duda e incluso tiene la sensatez de pensar en la posibilidad de una locura galopante, pero va. Y encuentra a Dios –no, no es Morgan Freeman; el honor recae aquí en Octavia Spencer–, al Hijo y al Espíritu Santo. La cabaña no ahorrará planos a contraluz ni imágenes brumosas para ilustrar el aire beatífico del ambiente, marco ideal para que se afirme que, efectivamente, Dios siempre está con una oreja dispuesta y, de paso, ilustrar algunas de las situaciones más famosas de la Biblia. El buenazo de Mack aprovechará el fin de semana para largas peroratas sobre el sentido de la vida, la fe, el amor y la esperanza, siempre expresándose mediante el lenguaje figurado y metafórico de una sesión de autoayuda. El costado milagroso del asunto es que hayan logrado arrancarle dos o tres lágrimas a Worthington, que acá está menos creíble que siempre.