El drama dirigido por Stuart Hazeldine pone a un padre atormentado por su pasado y doliente por la pérdida de su hija a “sanar” en una cabaña en donde un Dios manipulador es el anfitrión.
Hay un par de preguntas que quedan flotando en la cabeza apenas uno termina de ver La cabaña. Una es: ¿realmente hace falta esta película? Pero es una pregunta que queda contestada en algunos de los interminables minutos de su metraje. Hay una escena en la que alguno de los avatares de Dios, la Sabiduría, le señala a Mackenzie (el protagonista interpretado por Sam Worthington) que uno no puede juzgar el bien o el mal en base a los intereses personales. Quizás esta película esté haciendo falta en alguna comunidad religiosa que quería ver sus ideas llevadas a la pantalla con actores de alto rango, o en los bolsillos de algunos productores que vieron un filón posible en la necesidad de la gente de recibir –incluso desde el cine– algo que palie el dolor de estar vivos, de vivir sin sentido, algo que ofrezca un placebo de orientación.
La otra pregunta es quién financia una película así: un pasado filicida explica un agujero negro de culpa en la vida de Mackenzie. Como si fuera poco, una vez que su vida alcanza la cota del éxito norteamericano promedio (mujer rubia, casa de dos plantas, camioneta, hijos por todas partes), el guionista le hace sufrir una de esas pérdidas insoportables, una de esas pérdidas que solo la existencia de un Dios personal y preocupado podría ayudar a procesar en el breve tiempo de un filme.
Y así sucede: Dios le escribe una carta invitándolo a un fin de semana en una cabaña, para que mediante dos o tres rudimentarias ideas ético-religiosas aprendidas a fuerzas de golpes bajos y trucos penosos que están muy por debajo de las capacidades mágicas de Hollywood, Mack supere su marasmo emocional.
Para escenificar toda esta estafa moral, el director propone una de las variantes del más allá más pobres que uno pueda imaginar: una edulcorada fantasía entre evangélica y líquida de un Dios buena onda, infinitivamente preocupado, manipulador, machista (es una mujer todo el tiempo, pero para la tarea más delicada aparece en forma de hombre porque “hace falta un padre”) que nos muestra La cabaña. Insignificante desde lo visual, retorcida en su bondad chantajista, simple en sus ideas sobre todo (el duelo, el bien y el mal, y etcétera) no hay razones para no rechazar la invitación a La cabaña, la firme quien la firme.