A 10 años de su muerte, seis directores rosarinos homenajean a Fontanarrosa. Cinco cortos actuados y varios separadores proponen un acercamiento a su obra. Concebido con la voluntad de homenajear al historietista y escritor rosarino, Fontanarrosa: lo que se dice un ídolo propone un recorte de seis piezas sobre el total de su obra cuentística, de lo que resultan cinco cortos actuados y una serie de separadores animados correspondientes a las semblanzas deportivas del autor. El mito de artista de Fontanarrosa es muy fuerte y está intensamente arraigado en nuestro cultura popular, al punto de que su icónica letra se ha transformado en una tipografía instantáneamente reconocible, el trazo de su dibujo se ha vuelto parte de nuestro paisaje simbólico y sus temas, universales (el amor de pareja, el donjuanismo, las habladurías barriales, los mitos deportivos), parecen dominios de su propiedad. El homenaje fílmico que constituye este cosido de cortos convoca su trazo como dibujante, se sirve de su inconfundible caligrafía y aborda esos temas fontanarrosescos, datos que a priori parecen indicar que la tarea está bien hecha. Eso es cierto, pero el resultado se asemeja demasiado una tarea bien hecha: los cinco cortos actuados parecen contaminados por una frialdad impropia del humor de los cuentos correspondientes, como si en cada caso se hubiera fallado ligeramente al blanco apuntado por la versión original, algo que se hace muy evidente en la sensación de vacío que producen los finales de cada historia. Fontanarrosa era un cuentacuentos virtuoso: desentendido de las teorías sobre el género, parecía obedecer al capricho de contar de la manera más cómica posible la ocurrencia que pasara por su cabeza. Quizás separar esos caprichos de su inconfundible voz narrativa y llevarlos a la pantalla sea una tarea destinada de antemano a la imposibilidad. Pero hay, además, la sensación de una falta de voluntad autoral, que quizás se deba a que cada pieza está dirigida por un realizador distinto. Y la sensación de que la producción contó con un mínimo de recursos. Luis Machín compone una versión bastante desangelada del calentón cavilador de Elige tu propia aventura (para adultos); la fantasía metaliteraria Vidas privadas pone a Julieta Cardinali y a Gastón Pauls a discutir, frente al dramaturgo que los compone, sobre las intimidades que ella ha ventilado en sus sesiones de terapia grupal; en Sueño de Barrio, Pablo Granados encarna a un comisario empeñado en reconstruir, con la familia, el imputado y sus subalternos, un sueño erótico indiscretamente chismorreado por el soñador; asfixiado por una woodyallenesca madre, Darío Grandinetti sintomatiza sus problemas mediante la falta de sombra; finalmente, Dady Brieva comparece ante un juez para contar la historia de un hombre bonachón y masculinamente superdotado que se juega más que plata en una competencia de tamaño con (sí, señores, sí) un enano. El repaso de las historias puede dar la sensación de que el filme es más divertido de lo que realmente es, aunque hay un par de decisiones verdaderamente cómicas y alguna de las sembalanzas deportivas, sostenidas en la fusión de humor y patetismo con que Fontanarrosa pensaba el deporte, tironean alguna lágrima.
La docuficción de Cristian Jure utiliza una historia trillada para mostrar la fuerza creativa de un género musical estigmatizado, emergente de una crisis brutal. Alta cumbia se interna en la profundidad de la crisis del 2001 para mostrar uno de los emergentes artísticos de esa coyuntura: la cumbia villera. Sobre el esqueleto endeble de un relato guionado a partir de elementos relaes (la historia de Martín Doisi, el Fanta: un productor de cine y televisión que queda en la lona durante la crisis y va a vivir a una villa porteña), el filme exhibe entrevistas a los principales creadores del género villero. La idea de Jure era sostener el carácter inclusivo de la cumbia villera utilizando elementos de otro género masivo, el western. Años después de haberlo estafado, un malo estereotipado, blanco y ventajero va a buscar al Fanta con la intención de producir un documental sobre cumbia villera para la televisión española. Esta es la excusa narrativa que da pie a la pintura de un amplio fresco que incluye a cantantes y poetas del género, a su público y a sus paisajes, simulando anclar la atención del espectador en una doble zanahoria trillada: la seducción cultural de una productora blanca y rubia pero de buen corazón, que empieza odiando los sonidos de la villa. Es lícito preguntarse si la endeblez de ese planteo no es una forma de subestimación, pero hay que señalar que los méritos principales del filme de Jure descansan en algunas decisiones visuales y en sus aspectos documentales. Usando la superposición de texturas de comic sobre las imágenes (“robándole” esa estética al megaestigmatizador Policías en acción), el filme de Jure consigue presentar una serie de personajes que escapan al pintoresquismo por la fuerza de su creatividad tanto musical como verbal, exponiendo además una conciencia plena de haber modificado el género para contar una realidad dolorosa y compleja a partir de una crisis brutal. El relato de Ariel Salinas, de Pibes chorros, que tuvo que explicarle hasta el cansancio al mainstream blanco de los medios que el nombre no implicaba la criminalidad de la banda, casi paga la película. A la fuerza de esos testimonios (que apuntan muchas veces al estigma social que pesó sobre el género) hay que agregarle el valor de exhibir la cocina de la composición, la extraña belleza de los sonidos de la cumbia y el colorido a veces procaz de su poesía; además, la circulación alegre por un ámbito que en general es retratado con tristeza. A pesar de la fragilidad de su trama y su tono ligeramente edulcorado, muy adecuado a la voluntad de homenaje, Alta cumbia hace pasar su más de hora y media con las manos arriba.
En la primera película de Eleanor Coppola, una mujer madura, atrapada en un matrimonio aburrido, encuentra en un desvío de sus vacaciones una oportunidad arriesgada de redescubrir el amor y el placer. La trama de París puede esperar es simple: Anne, interpretada por Diane Lane, está en Cannes en unas vacaciones nada placenteras con Michel, su marido, que en realidad pasa todo el tiempo pegado al teléfono arreglando asuntos de producción cinematográfica. Una contingencia los obliga a separarse y el socio francés de Michel, Jacques, se ofrece a llevarla en auto a París para la próxima estación de las vacaciones. A partir de ahí se desarrolla una clásica road movie repleta de clichés: el francés es encantador, epicúreo, enamorado de las texturas de la vida, canallesco (después de todo, seduce desde el minuto uno a la mujer de su socio); Anne juega el papel de la norteamericana práctica a al que le cuesta ceder a la seducción de ese sibarita aluvional, a quien el mismo espectador detesta a la hora de metraje. Hay que decirlo, todo en la película es deslumbrante: los paisajes del sur de Francia, el avión privado que aleja a Michel de su mujer, la interminable sucesión de platos gourmet preciosamente presentados a lo largo del periplo de Anne, que mientras es seducida aprende a conocer los productos de la tierra francesa como nunca le permitieron sus vuelos de Cannes a París (como bien dice Jacques, un país se conoce en auto). Por momentos, la película recuerda a una nota de la sección turismo o a ese Woody Allen enamorado de la cáscara más gruesa de la “alta cultura” occidental, fundamentalmente cuando la directora Eleanor Coppola compara (mediante la interpolación de cuadros) la experiencia de los amantes con grandes obras de la historia del arte francés. Pero detrás de ese oropel cultural no está Woody Allen, sino la exhibición de un placer fastuoso que solo se vuelve interesante por dos únicos detalles. El primero es la lucha interna de Anne entre la irritación que le producen los desvíos y la avanzada “encantadora” de Jacques; el segundo es la sospecha de que Jacques está quebrado, y de que algunos de los aspectos pintorescos que lo definen (su auto vintage al borde del colapso, sus problemas con la tarjeta de crédito) son las ropas verdaderas de un estafador. Esa amenaza es lo único que sostiene el interés de una película que llega a perder la brújula, que se corre forzadamente del lugar de comedia para obligarnos a una empatía imposible con sus personajes y que naufraga en la confianza que deposita en su protagonista, algo de lo que da cuenta muy cabalmente un último plano inexplicable.
Las obsesiones de un padre En “Graduación”, el rumano Cristian Mingiu explora en las decisiones de un médico tras el ataque sexual que sufre su hija. Simple y extraño a la vez, el filme navega dos horas por un registro de agobiante tensión. Graduación es una película simple y extraña a la vez. Por un lado, parece hablar la lengua común del cine independiente internacional: la cámara minuciosa (a Romeo, el médico que protagoniza el filme, lo vemos en primer plano cortando pan, cebollas, limones, en escenas distintas); la ausencia de banda de sonido; la aceptación de la cadencia triste de la vida cotidiana; la falta general de “humedad” en la comunicación entre los personajes. Sin embargo, a esos elementos simples se agrega un comienzo brutal cuando Eliza, la hija Romeo, sufre un intento de violación la mañana anterior a que rinda los tests de los que depende una beca para estudiar psicología en Inglaterra. Esa misma mañana, una piedra hace un hueco en la ventana de la casa que comparten con Magda, la madre. A partir de esos dos elementos, el clima de la película se enrarece, todo parece hacerse pedazos, y el disparador definitivo es un conflicto burocrático, ético y, en un sentido también, político. Rumania no parece (al menos en la consideración de Romeo) la tierra de las oportunidades. Mientras lidia con un matrimonio en crisis y con una relación paralela, el médico pone en movimiento las ruedas de la influencia para favorecer a su hija cuando el ataque sexual amenaza con impedir su participación en los exámenes y el despegue hacia una vida mejor. Ni Eliza ni Magda (incapaz de subordinar su ética a su ambición, pero acusada de “sacarle el cuerpo” al problema) comparten la decisión. El peso sufrido por Eliza, obligada a sostener las fantasías paternas de realización; los hechos de violencia inexplicados; la aparición de dos ominosos burócratas que investigan a uno de los poderosos que ayudan a Romeo; la obsesiva investigación parapolicial del médico para encontrar al responsable del ataque a su hija; el niño de su amante con el rostro cubierto siempre por una máscara de macho cabrío; esa especie de cansina ronda sin descanso a la que se entrega Romeo: todo le da a la película un ritmo misterioso. Ritmo que desmiente su final, quizás demasiado calmo para esa atmósfera de rara tensión que domina las dos horas de duración de este drama.
El drama dirigido por Stuart Hazeldine pone a un padre atormentado por su pasado y doliente por la pérdida de su hija a “sanar” en una cabaña en donde un Dios manipulador es el anfitrión. Hay un par de preguntas que quedan flotando en la cabeza apenas uno termina de ver La cabaña. Una es: ¿realmente hace falta esta película? Pero es una pregunta que queda contestada en algunos de los interminables minutos de su metraje. Hay una escena en la que alguno de los avatares de Dios, la Sabiduría, le señala a Mackenzie (el protagonista interpretado por Sam Worthington) que uno no puede juzgar el bien o el mal en base a los intereses personales. Quizás esta película esté haciendo falta en alguna comunidad religiosa que quería ver sus ideas llevadas a la pantalla con actores de alto rango, o en los bolsillos de algunos productores que vieron un filón posible en la necesidad de la gente de recibir –incluso desde el cine– algo que palie el dolor de estar vivos, de vivir sin sentido, algo que ofrezca un placebo de orientación. La otra pregunta es quién financia una película así: un pasado filicida explica un agujero negro de culpa en la vida de Mackenzie. Como si fuera poco, una vez que su vida alcanza la cota del éxito norteamericano promedio (mujer rubia, casa de dos plantas, camioneta, hijos por todas partes), el guionista le hace sufrir una de esas pérdidas insoportables, una de esas pérdidas que solo la existencia de un Dios personal y preocupado podría ayudar a procesar en el breve tiempo de un filme. Y así sucede: Dios le escribe una carta invitándolo a un fin de semana en una cabaña, para que mediante dos o tres rudimentarias ideas ético-religiosas aprendidas a fuerzas de golpes bajos y trucos penosos que están muy por debajo de las capacidades mágicas de Hollywood, Mack supere su marasmo emocional. Para escenificar toda esta estafa moral, el director propone una de las variantes del más allá más pobres que uno pueda imaginar: una edulcorada fantasía entre evangélica y líquida de un Dios buena onda, infinitivamente preocupado, manipulador, machista (es una mujer todo el tiempo, pero para la tarea más delicada aparece en forma de hombre porque “hace falta un padre”) que nos muestra La cabaña. Insignificante desde lo visual, retorcida en su bondad chantajista, simple en sus ideas sobre todo (el duelo, el bien y el mal, y etcétera) no hay razones para no rechazar la invitación a La cabaña, la firme quien la firme.
La remake de Zach Braff pone a Morgan Freeman, Michael Caine y Alan Arki a entrenarse para robar un banco, pero si bien gana en velocidad con respecto a la original, pierde su potencia trágica. Un golpe con estilo es una remake de un filme estrenado en 1979 y es inevitable establecer una comparación, preguntarse qué gana y qué pierde frente al original. La premisa es la misma: tres ancianos tienen graves problemas económicos y deciden, contra toda posibilidad, robar un banco. Sobre esa idea, la película de Zach Braff establece variaciones que tienen que ver, en parte, con los requerimientos de velocidad e información del espectador contemporáneo. Mientras a la original le bastaba, a la manera de una fábula, establecer simplemente la penuria de los tres ciudadanos de la tercera edad, la nueva versión (en la que actúan los muy carismáticos Alan Arkin, Michael Caine y Morgan Freeman) explota con realismo la coyuntura económica del presente, el mismo escenario que hizo a Trump presidente de los Estados Unidos. La compañía para la que trabajaron los tres se está yendo al extranjero, y salvajemente los deja sin pensiones, una operación que irónicamente está realizando el banco en el que cobran los tres. En la película de 1979 todo sucedía con cándida simpleza, pero estos viejos deciden entrenar para el robo que planean. Todo el proceso explota las potencialidades cómicas de la edad, y también las potencialidades lacrimógenas: Willie (Freeman) necesita un trasplante de riñón; la hija y nieta de Joe (Caine) están amenazadas por el anuncio de remate de una hipoteca. Con esas bases acuciantes la película hace rodar la planificación del robo, montado a la manera de la saga de La gran estafa: a toda velocidad, con gráficos superpuestos, y en el medio los gags deportivos de los tres ancianos justicieros. Hay algo paradójico en la banda de sonido de Un golpe con estilo: gran parte de la preparación y del robo están musicalizados con un rap que suena a gángsters de gueto, pero por momentos aparecen esos pianitos y violines con los que Hollywood nos emociona compulsivamente, y sabemos que la película se encamina a una violenta disminución del contenido trágico de la original. Se podría poner en duda la efectividad del humor que sostiene la hora y media de metraje, aunque escuchar las risas de la platea basta para concedérselo: el problema principal del filme es que parece diseñado estrictamente por esas pruebas de pantalla en las que el espectador decide qué es capaz de ver y qué no, y desatiende la gravedad de los problemas de la vejez. Eso hace de Un golpe con estilo una comedia levísima, por momentos sobreexplicada, divertida pero regurgitada para cuidar a la audiencia.
El resultado del trabajo conjunto del matrimonio entre Valerie Müller y el coreógrafo Angelin Preljocaj es una película visualmente atractiva que revisa las miradas más sensacionalistas sobre la danza como disciplina. Por momentos hermosa en su cinematografía, Polina danser sa vie cuenta la trayectoria de una joven que intenta ser bailarina clásica enfocando puntos fuertes en el recorrido de toda profesional de la danza: la infancia, en donde comienza el riguroso entrenamiento en el dominio específico del cuerpo que requiere la disciplina; la juventud, en la que prueba el ingreso al ballet Bolshoi; finalmente, el momento en que decide dejar la danza clásica para dar lugar a su propia forma de entender el movimiento, algo que encuentra en la danza contemporánea. Le película sugiere, con sutileza, mediante imágenes apenas extrañas, que esa decisión nace en el particular mundo creativo y emocional de la protagonista: imágenes que Polina ve, momentos los que el paisaje parece activar en ella el placer físico de la danza. Por otra parte, su elección no se da en el marco de una vida fácil: Polina es miembro de una familia pobre, su padre le debe plata a los tipos equivocados, y su vocación le impone un derrotero por Europa en el que los reveses amorosos y profesionales la ponen (fundamentalmente los últimos) en situaciones verdaderamente riesgosas. Pero a diferencia de otras películas sobre la rígida formación de performers profesionales (pensemos en Whiplash y especialmente en El Cisne Negro) el enfoque de Polina tiene algo de reivindicatorio y fresco. Están los rigores, los golpes, los dedos cortados, la sangre, los esguinces y la extenuación, pero no se agregan a los escollos naturales del crecimiento profesional personajes inflexibles, ni rígidos, ni sádicos: desde su primer maestro (que tiene hacia ella una relativa indiferencia), pasando por la coreógrafa audazmente interpretada por Juliette Binoche, los personajes formadores, tutelares, incluso sus compañeros, son gente amable, cooperativa, y no muñecos siniestros que están ahí para gozar con el sufrimiento de la heroína (la hermosa y raramente carismática Anastasia Shevstova). Producto del trabajo en común del matrimonio entre la directora Valerie Müller y el coreógrafo Angelin Preljocaj, largos tramos de la película funden música e imágenes de manera estimulante, proyectando en las calles y los habitantes de Francia o en la misma Rusia, la creatividad visual de Polina, que ve coreografías en las peleas callejeras, en los paseos junto al río, en los encuentros de los amantes.