Una película con obvias alegorías religiosas que debería exhibirse en iglesias antes que en salas.
La cabaña está basada en un libro de William Paul Young que lleva vendidos más de seis millones de ejemplares en todo el mundo desde su publicación en 2009 y que, con los años, se ha convertido en uno los grandes exponentes del género “novela cristiana”. El dato podría ser del color, casi anecdótico, pero en esa génesis literaria anidan los motivos del tono didáctico y burdamente aleccionador del relato.
La historia podría ser la de una parábola bíblica. Mack Phillips (Sam Worthington) es un devoto –en el sentido más literal del término– esposo y padre de familia que comparte con los suyos una vida apacible y, claro, ultra religiosa. Esto último en particular se da con la hija más pequeña, con quien tiene charlas exclusivamente sobre Dios. Tan creyentes son, que lo llaman “Papá”. El asesinato de la pequeña durante un campamento lo llevará a Mack a cuestionarse su fe y a alejarse espiritualmente de la familia.
Hasta que un buen día recibe una carta en su buzón firmada por… Dios. Sí, el mismísimo creador le escribió personalmente para decirle que hace mucho que no hablan e invitarlo a pasar un fin de semana a la misma cabaña donde años atrás desapareció la nena. Si lo anterior suena increíble, lo que sucede de allí en adelante es francamente ridículo.
Mack no sólo encuentra a Dios (Octavia Spencer), sino también al Hijo y al Espíritu Santo. El encuentro entre todos se da un ámbito luminoso que el film no hace más que subrayar una y otra vez. Allí sucederán una serie de diálogos cargados de metáforas y alegorías más cerca del universo de la espiritualidad y la autoayuda que del cine. La cabaña es, entonces, una película destinada a exhibirse en iglesias antes que en salas.