Los trucos del chanta perfecto
Hay cineastas que a lo largo de su carrera depuran virtudes estéticas plasmadas ya en sus óperas primas; otros, develan progresivamente, con mejores o peores resultados, miserias. Las películas más resonantes de ese seductor experimento publicitario llamado Dogma 95, La celebración, Los idiotas, de Vinterberg y Von Trier respectivamente, fusionaban temas “pesados” con propuestas formales que sacudían las mentes bien pensantes de varios críticos. Parecía un momento saludable en medio de tanta parquedad monocorde. No obstante, se advertía entonces una delgada línea entre la honestidad de un programa estético y la mera manipulación; en otras palabras, la sospecha del “chanta talentoso”. El caso de Von Trier al respecto es sintomático: Contra viento y marea fue el comienzo de una estrepitosa caída por los caminos del sadismo disfrazado de importancia. Caníbal de Dreyer, el infante terrible del “nuevo cine danés” nunca tuvo empacho en someter a sus heroínas a los más míseros tormentos, en proponerles un mundo cerrado al sufrimiento. Vinterberg recurrió a formas más solapadas pero con la inclusión de temas delicados tales como el abuso sexual, la caída familiar y la hipocresía de una comunidad consagrada a rituales herméticos. Esta última incursión, La cacería, bien podría emparentarse con la figura del “falso culpable”, tan cara a Hitchcock como a Fritz Lang, pero a diferencia de la mirada sutil sobre la sociedad americana que proponían éstos, el director nos ofrece aquí el calvario del profesor Lucas, acusado injustamente de pedofilia por la pequeña hija de su pareja amiga y las consecuencias que ello genera, sin ninguna tela que medie para sobrellevar el dolor por la injusticia, con momentos, inclusive, que rozan lo inverosímil a juzgar por cómo se encadenan las acciones. Hay que subrayar la palabra injustamente porque como espectadores no se nos da otra opción. La forma en que se construye el punto de vista nos cercena cualquier incertidumbre y sabemos que el personaje es y será inocente, por lo tanto, nuestro destino es compartir su martirio (plagado de crecientes humillaciones). Uno advierte talento en la manera en que filma Vintenberg y dirige a sus actores (excelentes todos), pero es como si se esforzara en subrayar su omnipresencia a la hora escenificar una crueldad para que la padezcamos como tal. Eso sí, jamás dejará de decirnos que este mundo es un perpetuo sufrimiento, necesario. En este sentido, las referencias cristianas y las alusiones moralizantes están a la orden del día: el protagonista (sagrado entre los niños que cuida) se sacrifica a las humillaciones de la comunidad con una pasividad por momentos irritante, pone la otra mejilla y no guarda rencor absoluto por lo que le hicieron. Es decir, humanamente como personaje es indigerible. Además, analogías obvias que no requieren esfuerzo alguno de interpretación: la cacería animal como símil de la que se hace con Lucas o la costumbre de la niña de no pisar las marcas del piso, análoga a no traspasar ciertos límites en la vida. De este modo, la óptica desde la que se cuenta la historia se centra en la idea de sufrimiento (del héroe y del espectador) sin ningún matiz, o atisbo de ambigüedad en el planteo. Este ejercicio de manipulación revestido de importancia (que seguramente generará discusiones extra cinematográficas) carece, inclusive, del encanto de la provocación de una película como La celebración (con justas dosis de humor) y se ahoga en lo predecible. Su punto de partida parece ser el del lugar seguro de conducir al espectador a un único sentimiento, el de la emoción piadosa frente al castigo (¿divino?). El problema no radica en la elección de mundo que propone Vinterberg, sino en su sadismo gratuito y en la oportunista selección de temas que, de por sí, ya anticipan un cierto resguardo para no caer al precipicio.