La mirada ajena enajena
El danés, otrora sindicado como uno de los representantes más importantes del Dogma 95, Thomas Veinterbeg ya hace tiempo que transita por otros territorios ríspidos pero no por ello menos atractivos desde el punto de vista cinematográfico, rayanos con la incorrección política siempre reivindicada por el cine convencional o aquel que busca el consuelo redentor de Hollywood para no ventilar las miserias humanas.
La cacería (título poco feliz para un traducción que en realidad debería haber sido La caza) es un drama social sin moralina barata ni anestesia para espectadores que con frecuencia reaccionan de manera negativa ante propuestas en los que los maniqueísmos quedan absolutamente sepultados por las aristas y los reveces de la condición humana.
Quedarse con la anécdota de esta historia que propone no un enfoque unidireccional sino precisamente ambivalente, caleidoscópico como si se tratara de un prisma que refleja distintos niveles de realidad se acomoda en el incómodo resquicio entre las víctimas y los victimarios anticipándole desde el primer minuto al espectador la inocencia de un hombre acusado de abuso deshonesto a la hija de su mejor amigo, quien junto a otros niños convive con el acusado durante unas horas en su trabajo de una guardería.
Lucas (Mads Mikkelsen) es un padre divorciado que lucha por la tenencia de un hijo adolescente, Marcus (Lasse Fogelstrøm), y con la intención de recomponer esa relación comienza a trabajar en la guardería ya mencionada porque además le gusta el contacto con los niños pequeños. Su predilección por la hija de su amigo Klara (Annika Wedderkopp) es evidente, aunque nunca existen indicios de segundas intenciones.
Sin embargo, la pequeña al no sentirse correspondida por Lucas y tras un límite impuesto por el adulto experimenta una reacción negativa y su enojo se convierte en fabulación. A partir de los dichos de Klara, quien bajo presión de la directora y de su propia madre, vacila pero confirma un encuentro sospechoso, la vida del sospechado cobra un vuelco de 180 grados sin ninguna chance de defensa ante el escarnio social que lo sume en una pesadilla sin retorno.
Fiel a la idea de poner la otra mejilla, Lucas se resigna ante las infundadas acusaciones de pedófilo como una presa acorralada por la mirada ajena que ya lo estigmatizó a pesar que Klara resulta contradictoria en sus nuevas declaraciones.
El director de La celebración (1998) ensaya en este film un tratado sobre la mirada de los otros cuando lo que menos está en juego es precisamente la búsqueda de la verdad y si bien no terminan condenando a su protagonista tampoco lo redime en su lucha desigual haciendo de este relato algo mucho más crudo y verosímil porque el espectador conoce pormenorizadamente todos los hechos y saberse depositario de esa verdad automáticamente lo involucra desde su condición de público pasivo, una pieza más del engranaje de la maquinaria social amparada en la hipocresía de la estigmatización.
El planteo radical de este opus no complaciente resulta por un lado perturbador y por otro esclarecedor acerca de un tema considerado grave y serio que desde la dialéctica cinematográfica la mayor cantidad de veces se somete bajo las coordenadas de la venganza y el maniqueísmo poco interesante en materia conceptual.
Todo está servido en bandeja para la reflexión y la mayor virtud de esta película se esconde recién en el clímax y en un desenlace absolutamente coherente y orgánico como este audaz trabajo requería para dejar una huella indeleble en cada uno de los espectadores.