La vida secreta de los pianos
Breves apuntes dispersos sobre una maravilla oculta: en una calle de Bruselas más o menos anónima, no demasiado rutilante a la vista, que la cámara tiene la delicadeza de tomar de noche, con las ventanas abiertas emitiendo una extraña calidez lunar, viven y trabajan tres generaciones de pianistas de origen argentino, cuyo modo declinativo se formula así: Tiempo, Lechner, Binder. La calle de los pianistas, esta película singular, bien podría ser tranquilamente la joya secreta de la cartelera porteña actual. Por supuesto, también hay que decir que los pianistas de marras no son músicos de tres al cuarto sino lo más parecido a artistas geniales que podamos concebir. La película es una indagación poética conmovedora acerca del estatuto de lo genial, no desde el punto de vista de su interés ontológico sino sobre el momento jubiloso de su manifestación, ese temblor sutil donde la naturaleza del genio parece enviar señales inequívocas de su existencia.
Al mismo tiempo, desde la primera escena, con una elegancia que parece flotar grácilmente en cada uno de sus planos siempre discretos y precisos, La calle de los pianistas ofrece una impugnación rotunda sobre el carácter problemático, esencialmente infeliz de la vida de los artistas; el apartado “vida entregadas a su arte”, en efecto, se desentiende esta vez de cualquier atisbo de sordidez remanida que llena los casilleros del rubro con una avidez maratónica, empeñada en ver una suerte de lado oscuro como la contrapartida indispensable de todo artista de valía que se precie. La película ofrece imágenes felices pero nunca ingenuas, en las que Karin Lechner y su hija de catorce años Natasha Binder (sobre todo ellas dos, el núcleo evidente del film) ensayan el piano a cuatro manos, leen distraídamente los extraordinarios diarios personales de juventud de Karin, desperdigados en pilas de cuadernos de toda clase, o compran un vestido para que Natasha luzca en una futura presentación a dúo de las dos mujeres. Cuando Karin Lechner responde al micrófono en un programa de Radio Nacional en el que es entrevistada antes de su presentación en el Colón, la voz fuera de cuadro de Sandra de la Fuente le concede cómicamente la posibilidad de un suspiro cuando se menciona a Natasha. La película hace de la lidia constante entre madre e hija, amorosa y a veces secretamente tensa, el núcleo elusivo del relato. La calle de los pianistas es también una película acerca de la trasmisión del saber. La prosa exquisita de Lechner se convierte en el salvoconducto a través del cual la hija descubre una madre joven en el trance de dudas, tribulaciones y tenacidad que conforman ahora también una parte de su mundo, su vida de mujer-niña como artista singular.
La película empieza con un plano detalle en el que se puede apreciar cómo se produce el sonido del piano cuando es golpeada una cuerda, revelando una trastienda que tendemos a olvidar del instrumento, su naturaleza ineludiblemente percusiva. Como si allí habitara un espíritu que hay que sacar a la luz. Del mismo modo, el realizador Mariano Nantes parece buscar con denuedo y sensibilidad una cierta cualidad del trabajo artístico no tan publicitada, relacionada con el juego, con la ligereza y con la tranquila fluidez con la que los músicos se afanan sobre su instrumento, sin pausa y con intensidad, pero también sin una carga traumática que se ofrezca como corolario de una entrega a un oficio difícil, sin concesiones. Cuando Lil, la madre de Karin, le da lecciones a la pequeña Mila, hija de Sergio Tiempo, el clima del trabajo en conjunto forjado en el calor del cariño y el reconocimiento mutuos produce escenas de una gracia formidable.
Pero la emoción menos esperada de la película, para quien esto escribe, surge de un momento en particular, muy preciso: aquel en el que se puede ver una grabación de Natasha Binder a los ocho o nueve años en una presentación acompañada por una orquesta. En dos o tres planos previos, la niña Natasha inspecciona con displicencia el escenario, hace algún comentario acerca de la proximidad del público que ocupará esos asientos que ahora lucen vacíos (la distancia se le antoja demasiado estrecha) y se pasea no muy convencida de un lado al otro con pasos zancudos (la niña ya es delgada como un junco). Entonces, sin previo aviso, la vemos tocar, los músicos veteranos alrededor de su figura leve inclinada sobre el piano; las caras luminosas de los que han asistido esa noche para ver a la niña genio, el avatar más reciente de la familia. Esa emoción, entonces, misteriosamente, es algo de otro mundo: ver a esa chica tocar, incluso para los que no estamos entrenados en las minucias técnicas de la ejecución de la llamada “música culta”, depara un shock para el que nada nos ha preparado. Pero no es sólo verla tocar: es su naturalidad y su entrega, pero también, por qué no decirlo, su arrogancia. Una cosa acaso un poco animal, capaz de arrancar lágrimas, que también resulta ser etérea, ferozmente inasible. En ese momento, se me ocurrió que mediante aquella grabación sin mayor lustre ni intención artística que la película incluye en su seno con un sentido de la oportunidad clarividente, estaba asistiendo, ni más ni menos, a la manifestación de un don: eso que llaman genio y que la Calle de los pianistas rodea y ausculta sin pretender confinar jamás en un sentido concluyente.