Cómo aprender a vivir con y del arte
Una de las mejores sinopsis leídas en el último año corresponde a La calle de los pianistas. Dice así: "En una pequeña calle de Bruselas hay una inusual concentración de pianistas: de un lado, la casa de Martha Argerich; del otro, la de los Tiempo-Lechner, cuatro generaciones de prodigios pianísticos. Con apenas 14 años, Natasha Binder es la heredera de una dinastía, su última gran promesa. En los diarios de su madre -quien también fue una niña prodigio-, en los videos familiares, en los pianistas de la casa de al lado, Natasha busca respuestas a una pregunta esencial: ¿qué es, en definitiva, ser pianista?"
La calle de los pianistas es la ópera prima de Mariano Nante (Buenos Aires, 1988), fue la película de clausura del último Bafici con una proyección en el Teatro Colón y cumple con lo que promete la sinopsis. Y, afortunadamente, entrega mucho más. El centro de la película lo constituyen Natasha y su madre, Karin Lechner. También es fundamental Lyl Tiempo (hija de Antonio De Raco), abuela y madre, respectivamente, de Natasha y Karin. Y hay más familiares de diferentes edades -ya se empieza a ver el futuro, en constante sucesión musical por herencia y por pedagogía- y no falta la vecina Martha Argerich.
En esa relación entre Natasha y Karin este documental diáfano encuentra su centro, su energía, y también su comedia y su tensión: es imposible actuar ese vínculo y ese choque -civilizado, pero con chispas- entre madre e hija. Dos personalidades fuertes, dos bellezas evidentes aunque muy distintas, dos talentos que se manejan de forma diversa, que encaran el mundo y el arte -y sus reenvíos- desde sus personalidades. Enseñanza, aprendizaje, viajes, debuts, recuerdos: La calle de los pianistas es un documental sobre un lugar, sobre una familia, sobre el tiempo y los Tiempo, sobre el esfuerzo por continuar una tradición y sobre el privilegio de dedicarse al arte. Y todo eso fluye sin esfuerzo, como si fuera fácil acumular todos esos temas de forma tan grácil. En una acertada decisión estructural, vemos al principio y cerca del final la misma escena de Lechner y Binder en un auto. La segunda vez sentimos lo que nos hacen sentir los buenos documentales: que ahora miramos de otra manera, que conocimos algo de las protagonistas y de su mundo, y que en los recovecos de sus historias hay más material para otros relatos igual de atractivos, concisos y enriquecedores, como lo es este documental desde el principio, incluso desde su sinopsis.