Un aire de familia y genialidad
Muchos temas se involucran en La calle de los pianistas: la familia, la genialidad, el arte y su modo de ejercerlo, el estudio y el trabajo como una forma de alcanzar la perfección, la vanidad, la presión sobre los jóvenes talentos, las herencias, lo vocacional. Y lo realmente formidable en este documental del director Mariano Nante, de apenas 26 años, es cómo todos estos asuntos aparecen sin anularse unos a otros, y sin mayores remarcaciones. Es evidente que esto se debe al método de trabajo del realizador, que utiliza una cámara entre sutilmente curiosa e intrusiva, para meterse en la intimidad de un grupo de artistas (y especialmente de una madre y una hija) sin violentarlo ni llevarlo a los límites, y sólo con el deseo de registrar, mostrar, explicar sin discursos cómo es ese momento en el que lo genial se va edificando. Si Nante triunfa en el intento es porque elude toda prepotencia periodística y se dedica a registrar con ojo cinematográfico.
El punto de partida es sencillo: hay una calle en Bruselas que está dominada por los pianistas. Para más detalles, argentinos. En una casa vive Martha Argerich y en la vivienda de al lado, la familia Tiempo-Lechner, que incluye a Lyl Tiempo y su hija, Karin Lechner, y a su nieta, la adolescente Natascha Binder, hija de Karin. Todas tienen un origen en Antonio de Raco, el padre de Lyl, que fue un gran maestro de músicos argentinos. Pero además todas tienen un mismo talento al piano, y a su alrededor también van apareciendo otros talentos, algunos familiares y otros amigos. Ese núcleo, sin mayor absorción del afuera más que para ver al grupo sobre un escenario, es lo que La calle de los pianistas muestra con sutileza, emoción y cariño por sus personajes.
La película no nos explica que esas personas que vemos allí son genios, talentos enormes. Lo intuimos, en primera instancia porque les han dedicado un documental (e inconscientemente damos por hecho que aquello que aparece reflejado ante una cámara tiene su cuota de fascinante), y en segunda instancia porque la historia de estas mujeres está al alcance de un clic en Internet. Este recorte que decide hacer Nante -que se mantiene en un off absoluto- permite que nosotros, incluso totalmente neófitos en el asunto como quien suscribe, pueda descubrir por cuenta propia la calidad de las intérpretes. Es una apuesta que confía totalmente en el espectador, en su capacidad para asimilar lo que ve, pero que también confía en el arte como un método expresivo que visibiliza las emociones. Y en el poder iconográfico del cine. El director sabe que incluir un busto parlante diciendo lo bien que toca el piano Natascha Binder sería redundante y además minimiza el arte, lo achata: el talento se demuestra, no se explica. Si la tenemos a la chica tocando ahí, para qué andar explicándolo.
Hay grandes momentos, como esa reunión de músicos en la que se habla sobre los miedos al subirse al escenario o el pánico a ensayar ante el oído de los demás, también esa confesión de cómo una actividad que se practica desde niño deja de ser una decisión para convertirse en otra cosa no demasiado clara (¿esta gente podría ser otra cosa que pianista?), o cuando madre e hija descubren que tienen diferentes formas de ejecutar el piano, que eso es saludable y en esa diferencia logran encontrarse. O esa genial escena en la que dos músicos escuchan, muro por medio, a Martha Argerich practicando. Lo que está siempre en primer plano en estos momentos es que no existe lo innato, que el talento, el prodigio, el genio, es algo que se educa y se trabaja, que nadie va a salir tocando el piano de la noche a la mañana y por arte de magia.
Algunos podrán interpretar a La calle de los pianistas como una cachetada al concepto que elucubraba Whiplash, en el sentido de que aquí vemos un marco totalmente afectuoso donde el cariño prima. Hay algo de cierto, pero también detalles que nos permiten ver que aquello del rigor está implícito en la educación: Natascha, casi entre murmullos, resalta la hinchapelotez de su madre, quien a su vez está un poco obsesionada con no encontrar parecidos físicos entre ella y su hija, aunque esa obsesión puede significar otra cosa y vincularse con el arte que comparten. Pero hay aquí dos datos fundamentales: uno es que aquí no hay gente reinventándose como genio, sino que ese arte que desarrollan se mama desde la más tierna infancia y por consiguiente la búsqueda de la perfección es sólo un recorrido lógico; y segundo y clave, es que estamos en un marco de amigos y, especialmente, familia. Entonces, siempre pensando a la familia y la amistad desde un punto de vista honesto y humano (sabemos que hay familias y familias), La calle de los pianistas evidencia que esa contención es clave, pero sólo posible en un marco excepcional como el que muestra este film.
Mariano Nante logra un documental realmente placentero, de una pericia formal notable (el montaje durante los conciertos del final es sumamente preciso) y en el que la indagación en la intimidad, clave del documental, alcanza momentos fascinantes.