La cama es una película que duele. Todo es tan cercano y a la vez tan devastador. Duele ser testigos de ese derrumbe. Aunque no tengamos la edad de los protagonistas ni hayamos tenido nunca que vender una casa, todos sabemos perfectamente de qué se trata. La luz es escasa. Los objetos compartidos se amontonan como escombros. La casa parece un búnker. Los personajes consumen sándwiches minúsculos, como si esos fueran los últimos suministros de pan disponibles. ¿Qué es lo que hacen Mabel y Jorge? ¿Aguantar? ¿Hay un afuera para ellos, un más allá? ¿Una película post-apocalíptica? Tal vez sí. Pero la catástrofe no es tan fácil de registrar, porque sucede hacia adentro, se aloja en el pecho, así que sólo nos quedan los cuerpos. Los espacios del hogar, que por momentos lucen arrasados, igualmente conservan los colores del paisaje más cotidiano que uno pueda imaginar. Y el relato, muy áspero y seco al principio, va encontrando sigilosamente el respiro del cariño. Mabel y Jorge rondan los sesenta años y se están separando. Pero hay una ternura irrevocable que los une, por eso nunca dejarán de estar íntimamente entrelazados, como sugiere el afiche de la película.