Dos únicos personajes, una casa (sobre todo una habitación y más precisamente la cama a la que alude el título), planos fijos, y unos poco significativos diálogos. Tal es el grado de concentración, minimalismo y austeridad de esta angustiante y al mismo tiempo fascinante ópera prima de Mónica Lairana.
No sabemos demasiado de ellos, pero Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini) se están separando después de muchos años de convivencia. Su hija se ha ido del hogar y la pasión también. Lo peor de la crisis ya ha pasado y han tomado la decisión de buscar nuevos rumbos por separado y vender la casa con jardín que han habitado juntos. Precisamente el proceso de vaciar armarios y cajones y proceder a la “división de bienes” es uno de los ejes de la mínima trama. Hay dolor, desazón, algunos rencores, pero también se percibe que cierta ternura y comprensión permanecen entre ellos.
Que casi no medien palabras entre los protagonistas tiene su explicación: entre ellos está todo dicho, no hay razón para más rezongos ni culpabilización. Sí, se percibe una profunda tristeza (mezclada por momentos con enojo) cuando en la escena inicial no pueden completar un encuentro sexual. Hay llanto y frustración, cariño y repulsión.
Precisamente Lairana pone el foco en la sexualidad de estos dos veteranos con sus cuerpos imperfectos, sus carnes que ya han perdido la plasticidad y la dureza de sus mejores épocas. La cama es una película sobre el paso del tiempo o sobre cómo el tiempo corroe. Es una narración construida con mínimas y lúcidas observaciones, donde cada gesto o cada impulso adquiere una intensidad que permite obviar el uso de la palabra.
El cine en general (y mucho menos el argentino) no se ha ocupado demasiado de la sexualidad cuando se acerca la vejez (recuerdo, por ejemplo, Nunca es tarde para amar / Wolke 9, del alemán Andreas Dresen, como valiosa excepción) y Lairana nos permite un viaje a la intimidad más profunda (casi perturbadora) de sus dos criaturas con una paciencia, un rigor y una sensibilidad muy infrecuentes.
Los vemos observar juntos fotos familiares, discos de vinilo, roncar, lavarse, tocarse, tomar mate, comer una mandarina, llamar a su hija, meterse en una mínima pelopincho, revisar los miles de elementos acumulados durante años de convivencia. Sus canas, sus arrugas, sus panzas son el reflejo de toda una vida transcurrida, pero -más allá del tono melancólico y elegíaco- también hay esperanzas de que todavía el final quede lejos y puedan rearmar sus vidas en esta nueva etapa.
La cama es una película especial por su delicadeza, su rigor, su apuesta por lo esencial (del cine y del ser humano). No es fácil acercarse cual voyeur a una historia tan sencilla y desgarradora a la vez, que cuestiona los cánones de la belleza juvenil, esa que rechaza y censura a los cuerpos “incómodos” de mujeres mayores de 40 u hombres que se acercan a los 60.
Lairana prescinde de los artilugios del cine moderno, del golpe de efecto, de la manipulación para ofrecernos dos personajes desnudos en todas la dimensiones del término y darles la posibilidad de que se despidan con dignidad. Cine sin artificios. Honestidad brutal.