La ópera prima de la actriz Mónica Lairana comienza con una cita del escritor francés Romain Rolland: “Cada cual lleva en el fondo de si mismo como un pequeño cementerio de aquellos a los que ha amado”. Esta frase es muy oportuna ya que resume el espíritu y la estética del filme.
Poéticamente La Cama describe las últimas 24 horas de convivencia de una pareja sexagenaria que se está separando y, a la vez, despidiendo del hogar que compartieron durante décadas, en el que dejaron la mayor parte de sus vidas. El plano secuencia inicial muestra a los protagonistas completamente desnudos, teniendo sexo o al menos intentándolo.
Ese plano secuencia es riguroso, vital; esos cuerpos expresan mucho más que las palabras que eventualmente pudieran pronunciarse. Esos cuerpos hablan de la experiencia, de lo vivido, de la confianza y el amor profundo que alguna vez se tuvieron. Pero también expresan la frustración, la pérdida, la imposibilidad de poder volver a recrear la sincronicidad que alguna vez tuvieron al momento de demostrarse afecto y de pretender alcanzar el goce mutuo.
Lo valioso de La Cama es que Lairana no solo asume el riesgo al inicio del filme, sino que sostiene el registro de aquella coreografía corporal a lo largo de todo el metraje. Planos largos, economía de palabras, una paleta de colores que enfatiza los tonos ocre apagados, deslucidos y una ausencia casi total de movimientos de cámara.
En sus propias palabras la cineasta se propone realizar una “exploración cruda y minimalista de la maravilla de la vida ordinaria y cotidiana para retratar ese instante de intimidad final de una pareja”, y lo consigue a la perfección. Todo en la película tiene sabor postrero, definitivo, final. Pero lo comunica sin momentos estridentes, a través de la relación entre los cuerpos y una cuidadísima puesta en escena. Es triste y hermoso observar como a esos cuerpos, a esas personas que alguna vez supieron amarse, aun en el momento definitivo todavía los une la ternura.
Por Fausto Nicolás Balbi
@FaustoNB