El amor después del amor
Aunque el hombre y la mujer parecen ser los únicos habitantes de la película, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, la expresión más evidente de todo lo que han perdido.
Si en literatura narrar implica sobre todo elegir qué no contar, podría decirse que en el cine se trata de escoger qué es lo que no se va a mostrar. Así, lejos de tornarse invisible, el elemento negado adquiere el peso de lo fantasmal y se vuelve tangible in absentia. Esta operación se encuentra en el núcleo de La cama, ópera prima como directora de la actriz Mónica Lairana, estrenada a comienzos de este año en la 68° Berlinale y que acaba de pasar por la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata. La cama es, entonces, un intento de filmar lo que ya no está, tratando de reconstruirlo a partir de sus restos y de las marcas que dejó a su pasó. Una búsqueda cinematográfica por aprehender lo desaparecido, en este caso el amor.
Un matrimonio de años, con hijos que hace rato dejaron el nido, enfrenta la víspera de su separación. Parecen ser los únicos personajes de la película y sus cuerpos cansados serán el objeto que la cámara buscará con avidez, a lo largo de la hora y media en la que el espectador podrá espiar el interior de su duelo. La cama empieza y termina con dos extensas escenas que se desarrollan en el lecho matrimonial de esta pareja en disolución. Esa cama que supo ser símbolo de la unión, ahora es apenas el escenario de una triste coda final que desborda sexo, frustración, histeria, amor y vergüenza, entre otras cosas. Con una desnudez que va más allá de lo literal, los actores Alejo Mango y Sandra Sandrini (hija del icónico matrimonio que componían Luis Sandrini y Malvina Pastorino) asumen todo el peso dramático de la película.
Lairana retrata el dolor con ternura, pero sin concesiones. Su cámara no aparta nunca la mirada y deja expuesta la vulnerabilidad de sus criaturas: no es casual que buena parte del relato los protagonistas se muevan desnudos por el cuadro. Incluso será posible verlos en situaciones vergonzosas, como aquella del comienzo en la que fracasan en el intento de un último polvo, al que parecen atribuirle el poder de aliviar el ardor de las heridas. La película también los convertirá en protagonistas del desengaño: antes del final confirmarán que amor y sexo no integran una entidad indivisible.
La directora registra de forma delicada las esencias de lo masculino y lo femenino, encarnadas en los dos personajes que transitan esos momentos de emociones a flor de piel de formas distintas. Diferencias que se vuelven evidentes a través de detalles que requieren de la atención del espectador para ser notados. Un ejemplo. Tras la crisis inicial, en la que no consiguen consumar el acto, ella cae en una crisis nerviosa que la deja hecha un ovillo sobre el colchón, mientras él deambula sin rumbo por los ambientes mudos de la vivienda. Pero al rato vuelve y se acuesta junto a ella, espalda con espalda, hasta que junta valor para abrazarla por detrás. ¿Qué pasa ahí? Que él se duerme y hasta ronca, mientras ella se queda con los ojos como platos, con la angustia dándole vueltas en la cabeza. Lairana se sirve de cada situación para hacer que se manifieste la fragilidad de los personajes. Y ellos se convierten en un dique roto por cuyas grietas se va escapando, de a gotas pero cada vez con mayor fuerza, lo que queda del amor.
Aunque ella y él parecen ser los únicos habitantes de este relato, La cama incluye un tercer personaje, igualmente importante. Se trata de esa casa que están a punto de abandonar, expresión más evidente de lo que han perdido. Tan importante son la casa y sus espacios que Lairana le dedica no pocos minutos a recorrerla, a exponer cada rincón, para dar una idea cabal de todo lo que por ellos ha pasado. Como él y como ella, la casa también ofrece el aspecto entre caótico y desprolijo de quien todavía no asume su destino y se aferra con desesperación al pasado. Y, como cualquier personaje, también transita su propio drama, yendo de la sobrecarga del comienzo, en donde cada espacio desborda de memoria acumulada (una memoria muerta), a un final en el que cada habitación vacía es una herida.
A pesar de la valentía de sostener un dispositivo narrativo que no siempre resulta cómodo para el espectador, La cama también tiene sus excesos. Por un lado el que se da en ciertos pasajes en los que el desborde emotivo de los personajes acaba convertido en el desborde de los actores. Del mismo modo Lairana se deja seducir por el barroquismo de los escenarios y permite que el relato se vuelva redundante, atentando contra su sencillez.