scrita y dirigida por Mónica Lairana y protagonizada por Alejo Mango y Sandra Sandrini, esta película nos adentra en el lento declive emocional que transita una pareja rumbo a su segura extinción. Buenos Aires atraviesa un caluroso verano a comienzos del nuevo siglo, mientras Jorge y Mabel son una pareja que acaba de separarse y que se encuentra recluida en una casa a punto de ser vendida. Allí dividirán sus pertenencias y atravesarán una serie de acontecimientos sumamente movilizantes.
Estamos ante una película que el espectador observará con pasividad. La cama como escenario de conflicto nos presenta una faceta insoslayable: la incomodidad de este tránsito, que va desde la frustración hasta el encuentro de los cuerpos. Resignificando así esa búsqueda por volver a empezar luego de una ruptura sentimental, aspecto a través del cual intentará encontrar la identificación en su espectador.
Víctima de la monotonía a la que su elección narrativa la somete, “La Cama” se convierte en una crónica de un amor marchito, en donde la observación de dos cuerpos desnudos de una pareja en sus años de madurez nos coloca en una situación de voyeurismo poco habitual en nuestro cine. Partiendo de esta iniciativa, se aprecia una directora audaz en su mirada acerca de la pérdida del deseo sexual en la gente de más de 60. ¿Quizás vestigios de una pasión? Está claro que estamos ante una directora que no le tiene miedo a romper tabúes.
Narrado a través de la elipsis temporal que comprime estos días de reclusión en una interminable agonía, la mencionada desnudez de los cuerpos también se traslada a la narración. Estamos ante un film despojado de diálogos, acaso el clima de este drama lo construyen los sonidos habituales que produce la casa (el goteo de una canilla, un ventilador encendido, una puente que se abre). De manera que los objetos que adornan la casa cobran una dimensión simbólica. Para muestra, basta observar la presencia de un cartel que anuncia que la casa ‘se vende’. En el otro extremo, una foto familiar funciona como huella nostálgica de aquello ‘que fue y ya no es’.
Nos situamos ante una mirada acerca de un lento pero seguro adiós, una despedida que intenta consumarse en buenos términos cuando la última tarea en común consiste en dividir las pertenencias compartidas bajo el mismo techo. Allí, con la ilusión de redescubrirse, presenciamos a una futura ex pareja que construye su presente entre las ruinas de su pasado. Las imágenes hablan por sí solas conformando una idea de casa como prisión que estancó la prosperidad de estos corazones en conflicto.
Para Lairana, su opera prima sucede una gran cantidad de cortometrajes. En este caso, la autora patenta su sello distintivo mediante largos planos estáticos, retrato de esta convivencia otoñal. El minimalismo más extremo despoja al film de banda sonora e intenta contagiarnos de esta atmósfera incómoda. Por otra parte, el agobiante calor de afuera contrasta con estos cuerpos fríos de incertidumbre. La directora disecciona el comportamiento humano ante un acontecimiento tan traumático. Cuando el desgaste conlleva frustraciones que se hacen habito, es tarea necesaria reflexionar acerca de los motivos que causaron la distancia. Allí, donde se diluyó la alegría y la libido, podrán encontrarse algunas respuestas.