Un director con talento, un film fragmentado.
Extraña ópera prima la de Fredy Torres: una historia de amor no exenta de perversión, la historia argentina reciente literalmente perversa, mitos y leyendas marítimos, lo fantástico, la tragedia enmudecida de un pueblo, la vergüenza social, los desaparecidos, todo en un mismo filme. Se dirá que pertenece al realismo mágico, y de ser así se trata de una versión heterodoxa de ese género pernicioso para el imaginario latinoamericano, y se dirá, también, que todo el filme es una alegoría integral de los últimas décadas histórico-políticas del país.
El guionista de El Nüremberg argentino tiene talento. Si su película se circunscribiera a un retrato de los trabajadores del mar y al carácter enigmático de ese monstruo que a la vista siempre resulta infinito, La campana sería un filme formidable. Los planos generales y variados del mar, en tiempos y estados disímiles, la relación, sugerida por algunos encuadres, entre el mar (fenómeno natural e indomable que se resiste a la simbolización) y la costa (civilización), la vida de los pescadores tienen fluidez y una rara belleza. Además, Torres postula un mito: la campana, una suerte de Triángulo de las Bermudas metafísico donde el tiempo se detiene y el navegante vive en un limbo oceánico sin ser esclavo de la irreversibilidad del tiempo.
La campana tiene una doble misión: ilustrar el mito concebido y utilizarlo como una metáfora enrevesada de la conciencia histórica y la responsabilidad concomitante. El relato comienza en el puerto de Mar del Plata, unos días antes de la Guerra de Malvinas. El capitán de un barco de pescadores morirá de un infarto y su hija quedará a cargo de un marinero de la flota. Juan podría ser el padre de Laura, una bella adolescente que reclama su derecho a navegar. Adentrarse al mar es cosa de hombres, y se requiere, además, un tatuaje. Juan satisface su instinto sexual con una prostituta del puerto. Esta relación excede el trato con un cliente, y de allí que paulatinamente se acreciente una contienda entre las dos mujeres. Laura está enamorada de su tutor.
Pero este triángulo amoroso quedará yuxtapuesto a otra historia. La voz de Galtieri anunciará la patriada anticolonialista y el pueblo argentino responderá. Es por eso que el microcosmos de un bar pesquero funciona como nuestro país miniaturizado, lo que se explicita en una fiesta solidaria para los soldados en el frente. Habrá víctimas y desaparecidos, entre ellos Juan, que no irá al frente de batalla sino que elegirá un exilio metafísico en la campana. Pero un buen día, décadas después, llegará un mensaje, y Juan, sin rastro alguno de envejecimiento, regresará a la costa. Mar del Plata será otra, el país también, y los viejos amigos y amores ya no serán los mismos.
El problema esencial e irresoluble de La campana es precisamente la unión del mito y la historia, que siempre resulta forzada y cuyo objetivo no parece ser del todo esclarecido. ¿Es Juan la cifra de un cobarde, de un desaparecido, acaso el fantasma de un excombatiente e incluso un exiliado voluntario que eligió comodidad en vez de compromiso? La ambigüedad de la resolución no deja de ser interesante, aunque el punto de vista elegido parece endeble. El resto son aciertos y desaciertos: la contundencia del registro del mar se ve interceptada e invadida por una música omnipresente e innecesaria; algunas buenas interpretaciones se topan con el límite de la concepción de los personajes y sus acciones tipificadas; escenas meticulosas (como la que involucra una partida de ajedrez) se contraponen con escenas mecánicas (como aquella que muestra a Laura envejecida ejerciendo el oficio más viejo del mundo). Los contrastes son una constante.
La alegoría pocas veces funciona en el cine, pues tarde o temprano la tentación de ilustrarla y no solamente sugerirla avanza sobre el relato hasta fagocitarlo en pos de un mensaje explícito, y entonces el agitador y el predicador reemplazan al artista. El cineasta Torres se debate con los dictados de su conciencia histórica. La alegoría es su propia campana.