Nostalgias de la vieja Ciudad Luz
La nueva película del director de Los coristas pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato.
Gran superproducción de la legendaria compañía Pathé, La canción de París parece concebida a la sombra de dos grandes éxitos recientes del cine francés a escala internacional: Amélie y La vie en rose. De la primera, la película de Christophe Barratier adopta ese aire feérico por el cual una artificiosa París de utilería y efectos digitales –reconstruida en los estudios Barandov de Praga– funciona como escenario de un cuento de hadas. De la segunda, toma en cambio la evocación de un mundo de antaño, hecho de escenarios de music-hall y del típico gusto francés en canciones. Más ligera y menos dramática que una y otra, La canción de París apela sin ambages a la más descarada nostalgia y pulsa casi tantos botones –el melodrama, la comedia, el musical, la alegoría política– como tiene el acordeón que suena inclemente en la banda de sonido durante las dos horas de relato.
La trama, a su vez, parece inspirada por la de un clásico del cine francés de entreguerras, muy representativo del espíritu de su época: La belle equipe (1936), con Jean Gabin y Charles Vanel, la historia de un grupo de amigos desocupados que conseguían poner en marcha un recreo ribereño con espíritu cooperativo, sobreponiéndose a las adversidades propias de la empresa. Aquí el proyecto es salvar el Chansonia, un viejo teatro de variedades de suburbio, amenazado por la mafia inmobiliaria y la piqueta del progreso. Corre el año 1936, el Frente Popular está por llegar al poder, el clima es de huelgas y bailes obreros regados con sidra y, en ese marco unos amigos se enfrentan al desafío de levantar una sala que parecía muerta.
Están el viejo administrador que conoce todos los rincones y secretos del edificio (Gerard Jugnot), un gracioso de café que cree tener talento como imitador y showman (Kad Merad) y un galán que predica simultáneamente la revolución y el amor libre (Clovis Cornillac, con gorra ladeada a lo Gabin). A ellos no tardarán en sumarse una belleza rubia con voz de gorrión (Nora Arnezeder) y un veterano compositor (la reaparición de Pierre Richard), que pondrá el talento necesario para que se pueda levantar dignamente el telón.
Y a pesar de los problemas de cada uno –que no son pocos y a los cuales la película les dedica múltiples digresiones sentimentales– no pueden sino triunfar la solidaridad, la camaradería y el amor.
¿El derrotado? Un villano de cine mudo que pretende con malas artes a la muchacha y que integra además los grupos de choque de la ultraderechista Action Française, soliviantada por la llegada al poder de Leon Blum, no sólo socialista sino también judío.
Políticamente correcta (a diferencia de la película anterior de Barratier, Los coristas, que fue acusada de “vichismo”), La canción de París es también un producto profesional en extremo, empezando por la recargada dirección artística y siguiendo por una lustrosa fotografía de Tom Stern, colaborador habitual en el último cine de Clint Eastwood, importado a Francia especialmente para este proyecto.
En la película todo parece estar en su lugar, menos el espectador quizá, sumergido en un amable pero inocuo túnel del tiempo.