CINEMA VARIETÉ
¡Bienvenidos al cine como fenómeno de feria! Quien nos guiará por esta travesía será el animador Christophe Barratier, capaz de mezclar una historia de padre-hijo, un triángulo amoroso, la actualidad política de la Francia de la década del 30, los conflictos laborales y sindicales de entonces, el surgimiento de la izquierda gala, la recuperación de un teatro, entre otras cosas; y todo en 120 minutos, con el virtuosismo formal de una superproducción prolija y curiosa por mercados extranjeros, y el sentimentalismo propio del cine europeo que actualmente tiene un público, por edad, en vías de extinción. Con todo respeto.
Barratier ya había recurrido a la música con éxito comercial en Los coristas, también apelando a la nostalgia de una Francia que es hoy más una construcción cinematográfica, que algo proveniente de la realidad. En La canción de París, un grupo de artistas populares tendrá la necesidad de recuperar el Chansonia, un mítico teatro que cayó en manos de un despiadado agente inmobiliario. Ese lugar servirá como centro, por donde girarán el resto de las subtramas que, realmente, son demasiadas.
Es que el mayor problema del film está relacionado con la cantidad de cosas que el director intenta contar, y en creer que esa acumulación tiene un valor en sí mismo. Como si se tratase de uno de esos espectáculos que se pueden ver sobre el escenario del Chansonia, unos tras otros aparecen los conflictos de los personajes, sin profundidad y resueltos a golpe de efecto: la apelación a la lagrimita fácil es uno de los recursos menos destacables de Barratier, a quien no se le puede negar un gran ojo para algunas resoluciones visuales. Aunque por momentos también haya un regodeo sin sentido en determinados planos y movimientos de cámara.
Y de esto surge otro asunto, mucho más preocupante que el hecho de amontonar conflictos y personajes, que sería nada más que un inconveniente narrativo. El real problema con este tipo de cine es que detrás de ese barroquismo, cree estar diciendo algo importante y que eso es, en definitiva, lo único que importa. Además de que utiliza el cine como un recipiente donde introducir todo aquello que se supone puede tener éxito, mediante la estimulación de la nostalgia acrítica. Lo paradójico de estas películas es que están dirigidas a un público que, muy orondo -para utilizar un término adecuado-, se precia de escaparle al cine de fórmula, sin notar que más que fórmula, están siendo víctimas de un experimento científico.
Para descubrir parte del truco de la película, nótese cómo los giros de los personajes finalmente se dan por el lado emocional y todo apunta al sentimentalismo y la lección de vida. Lo político, que parece tener peso, no es más que un fondo por sobre el que se imprimen los hechos sin mayor trascendencia, resuelto con enorme corrección política. Si en el film aparece un viejo director de orquesta recluido en su casa, enterándose del mundo a través de la radio, La canción de París comete la misma operación: se encierra cada vez más en ese teatro, y las noticias que llegan del exterior son a partir de pequeños sucesos que involucran a sus protagonistas. Todo es arbitrario y utilitario, más que útil y justificado, en un film que no está concebido como arbitrario ni utilitario.
Se han citado algunas películas francesas de la década del 30 como inspiración de este film, pero al que más se parece es a la obra maestra postmoderna de Baz Luhrman, Moulin rouge!, una película que de por sí tomaba prestado de todo el arte del Siglo XX, pero que lo hacía de manera autoconsciente. Decir que Barratier homenajea a Luhrman sería descabellado. Habitualmente en el cine se homenajea lo canónico y, para estar en un canon, a Moulin Rouge! le falta mucho tiempo. Decididamente el film francés saquea varias cosas: tanto el hecho de ser una representación de lo teatral, como un triángulo amoroso con un villano de similares ruines características, y hasta datos puntuales como terminar con un telón que se corre sobre la imagen. Claro está que ni por asomo Barratier se anima a las complicadas construcciones audiovisuales de Luhrman.
Como ocurre en el teatro de varieté precisamente la dignidad de los actores salva el honor. Allí están Gérard Jugnot, Clovis Cornillac, Kad Merad, Nora Arnezeder y Pierre Richard para hacernos recordar que, antes que nada, está el arte. Unico rasgo de autoconciencia del film, ese de proponer a sus actores como lo mejor dentro de una historia que habla básicamente de eso, aunque estimamos que esto se dio de manera involuntaria. No obstante, gracias a ellos algunos pasajes adquieren cierta relevancia, la emoción surge genuina y hasta uno puede enamorarse de Arnezeder, una belleza que actúa y canta con similar perfección y simpatía.