Reflejo pálido de un brillo que encandila
Si hay algo que prevalece en La canción de Paris, uno de los últimos éxitos de taquilla galos dirigido por Christophe Barratier, es sin lugar a dudas el exceso de nostalgia. Y ese exceso que troca con la monotonía termina por allanar todo vuelo visual para caer en la más absoluta rutina, rayana con la peor galería de lugares comunes y estereotipos que se hayan visto en el cine francés de los últimos años.
Cuando algo brilla tanto, no deja ver. Eso es precisamente lo que ocurre transcurrida la primera hora de esta historia que mezcla, por un lado, el contexto político de los años 30, más precisamente en Paris de 1936 con la llegada del Frente Popular al poder con la férrea oposición de la ultraderecha nacionalista entre las bambalinas de un teatro venido a menos, cuyos trabajadores se proponen levantarlo antes de que el villano de turno lo demuela.
Quizá el espíritu del Music Hall o esos imponderables como la llegada de una jovencita con voz angelical –o voz de gorrión– reblandecen el corazón del malvado para llegar caprichosamente a digitar los botones del operativo de la nostalgia e inundar la pantalla con un repertorio de canciones pegadizas entre los actos. Pese al buen elenco y al desaprovechadísimo Pierre Richard, el director de Los coristas se empalaga con digresiones sentimentales; se hunde en la bruma de un Paris digital de cartón pintado que más que evocar a aquel cine de entre guerras lo deja como si se tratara de una burda copia de muchas películas.
La nostalgia es una canción monótona, tan sencilla y simple como las alegorías políticas que abundan en este sobrevaluado film donde la joven promesa se debate entre el amor del comunista sensible y las promesas de un futuro venturoso a cargo del simpatizante de derechas despechado cuando en realidad lo único que la hace libre es la música. Así de elemental resulta La canción de Paris, película que evoca la nostalgia pero la nostalgia de un mejor cine francés.