Nosotros no sabemos qué nos han hecho tus ojos.
Película despareja si las hay, La cantante de tango mezcla escenas de una belleza sobrecogedora con otras de un lirismo impostado y pretencioso generando un contraste poco común. Con La marea, la segunda película de Vignatti exhibida en un Bafici hace varios años, La cantante de tango entabla una suerte de diálogo a dos lenguas, como si cada película perteneciera a universos fílmicos y humanos diferentes. De la aspereza y rigurosidad casi ascética de la primera a la enorme batería de recursos cinematográficos de la segunda, lo único que parece haber quedado en el camino, conectando como un hilo fino la obra de Vignatti, es el mar y una mujer eternamente en agonía. Eugenia Ramírez Mori, la protagonista de las dos películas, se ve sometida a un sinfín de golpes que la ponen a prueba con una fiereza pocas veces antes aplicada sobre una protagonista mujer, como si Mori fuera una especie de personaje de una película de venganza femenina pero sin llegar nunca a obtener la paz de espíritu que sigue al desquite en ese género.
Helena canta y tiene una vida tanguera: es pegada al padre, en la casa de la familia el tango es una institución, le gusta la noche y el alcohol (el vino, pero sobre todo el whisky) y no para de sufrir cuando es dejada por su novio Corrado (que habla como si estuviera recitando una mala poesía con ínfulas de arrabal). La angustia del personaje alcanza algunos picos de tensión muy altos, y en esos momentos (por ejemplo, cuando llama por teléfono muchas veces seguidas a Corrado) la película se vuelve una experiencia dolorosa que nos empuja a ponernos a la par de Helena, a compartir su dolor y su ansiedad. Con una técnica visual de a ratos impecable, Vignatti nos coloca del lado de su personaje con elegancia y sofisticación, como cuando salimos junto con ella al escenario y sentimos el calor del público y el vértigo de los aplausos.
Pero La cantante de tango lentamente va cediendo espacio a algunos clichés del peor cine artie, como se puede ver durante los paseos por la costa belga, en las apariciones de la pareja de viejitos, en la escena del médico y el anciano que miran por la ventana (una de las escenas más feas imaginables), o en algún que otro salto de tiempo que parece querer confundir e imprimirle algo de complejidad inútil al relato. Si dentro de su esquema de rigurosidad insobornable La marea ya dejaba ver las costuras de un cine desbalanceado, en la Cantante de tango esta irregularidad se agudiza y deviene el gran problema de la película: por más escenas inteligentes y excelentemente filmadas que tenga (como la de Helena siguiendo a Corrado durante varias cuadras hasta un bar, donde él se encuentra con una mujer), los momentos en los que parece instalarse con más fuerza ese clima de cine pretencioso y con aires de intelectualidad terminan derribando todo lo bueno que Vignatti supo levantar.
De todas formas, a La cantante de tango siempre le queda como refugio último la cara de Eugenia Ramírez Mori: con una luz propia que irradia un fulgor imposible de describir con palabras, el rostro de Helena es una de las imágenes más felices y atrapantes del cine argentino en mucho tiempo. Vignatti lo sabe, y por eso le dedica una gran cantidad de primeros planos largos, sobre todo cuando Helena canta con público en los bares, aunque por la forma en que están construidas las escenas, pareciera que cantara solamente para nosotros. Mirándonos gigantesca desde la pantalla, Mori nos habla en tango mientras su cuerpo y su voz se estremecen y, como tocada por una especie de magia, los ojos le brillan.