"La carrera de Brittany": manual didáctico del empoderamiento
La ópera prima del dramaturgo estadounidense Paul Downs Colaizzo intenta “complacer a la audiencia” todo el tiempo y de diversas maneras.
No es extraño que La carrera de Brittany haya ganado el premio del público en el Festival de Sundance: en su ADN pueden hallarse fácilmente los genes de aquello que la crítica cinematográfica suele llamar crowdpleaser. Es que la ópera prima del dramaturgo estadounidense Paul Downs Colaizzo intenta “complacer a la audiencia” todo el tiempo y de diversas maneras. En principio, con un personaje construido para generar alternativamente simpatía y un ligero rechazo, abrazando finalmente todas y cada una de sus zonas erróneas y luminosas. Basada libremente en una compañera de cuarto del realizador durante sus años de estudio, Brittany es una neoyorquina por adopción de 27 años que un buen día, luego de una visita al médico, cae en la cuenta de que su vida se parece en poco y nada a todo lo que había soñado. Tampoco es que el día a día sea un desastre absoluto, pero su carrera profesional se encuentra estancada, la vida nocturna y las borracheras de fin de semana han comenzado a pesarle, y el sobrepeso que acaban de diagnosticarle le confirma clínicamente lo que ya pensaba sobre su aspecto y estado físico.
“Todos los cuerpos son hermosos”, responde la protagonista, a la defensiva, previniendo al doctor (e, indirectamente, al espectador) de que esta no será una película “incorrecta”. Brittany tiene razón, desde luego, pero la presión arterial, el colesterol y la posibilidad de un hígado graso indican que la masa corporal está definitivamente fuera de los rangos normales. Corte a un primer entrenamiento físico, en el cual trotar cien metros se transforman para la heroína en poco menos que un calvario. En su debut en un papel protagónico, la comediante Jillian Bell, exguionista de SNL y actriz secundaria en varias docenas de títulos, le pone garra y emoción a un personaje cuya transformación –física y emocional– la lleva de ser una “gordita divertida” (Brittany dixit) al borde de la depresión a una joven en control de su vida. Ayudada por algunos retoques prostéticos, Bell atraviesa los primeros dos trimestres del cambio con una seguidilla de recaídas y golpes; es en esta primera etapa que el guion del propio Colaizzo logra dar algunas de las mejores notas, en particular cuando recurre a los personajes secundarios como motor para el humor.
Luego llegará la crisis: Brittany tiene un problema grave y es la imposibilidad de dejarse ayudar por aquellos que la quieren bien, ya sea por autoindulgencia o soberbia disfrazada de otra cosa. Ya transformada en una runner “de verdad”, un problema físico le impide participar de la ansiada Maratón de Nueva York, excusa para el regreso al terruño y a su familia cercana. A partir de ese momento, la historia parecería haber pasado por el tamiz de algún software automático de escritura de relatos: todos y cada uno de los pasos previsibles hacia el final feliz y aleccionador –“inspirador”, esa palabrita– se cumplen a rajatabla, eliminando los elementos de frescura que el film había sabido conseguir. Esa sensación de marcha en piloto automático, sumada a las ostensibles tildes en varios casilleros de la corrección política (el matrimonio de hombres con hijos, las parejas interraciales, la tolerancia entendida como forma de autocontrol), terminan transformando a La carrera de Brittany en una suerte de manual didáctico de empoderamiento que llega a la imprenta con el furor del converso.