En el fondo, se trata de un problema de moral: cómo hacer para que persista, cómo sostener su influjo en un mundo que se cae a pedazos. Pero no todo es tan sencillo. Porque este mundo de La carretera, literalmente, se viene abajo (no se ve tan seguido en el cine el espectáculo sobrecogedor de árboles que caen así: humanamente caen, desarrapados como cadáveres). En ese paisaje atemorizante de fin de los tiempos, construido a golpes de colores terrosos, esparcidos aquí y allá en desolados planos generales, se mueven penosamente un padre y su hijo. Van buscando el océano, que es donde parece que empezó la vida. Falta la comida en el escenario terrible que propone La carretera, por lo que no se trata tanto de que la moral no tenga ya sentido alguno sino de que se ven al fin sus límites, su carácter perturbadoramente acomodaticio. Si tengo que sobrevivir vale todo, incluso me puedo comer al vecino. Que ya no es más un vecino sino un cuerpo sucio que anda errando por ahí, concentrado en su hambre, abrazado por su propia desesperación. El padre tiene sueños recurrentes en los que el aire y la luz se cuelan en ese escenario monstruoso, sin embargo. Son recuerdos de una mujer y una vida burguesa. En el presente glacial del personaje, la calidez viene del pasado, es un eco lejano que duerme durante el día y que parece el vestigio de una vida anterior, como una reminiscencia platónica.
“Sí, somos los buenos”, le informa el padre al niño para consolarlo. Todavía y a pesar de todo lo somos. No lo dice así pero lo piensa. El padre quiere que el hijo crea en ese cuento en el que él ya no cree. Una tos del hombre en los primeros minutos de película, como en un melodrama, señala la condena sobre ese cuerpo desgastado: así que se trata de legar algo (rápido, rápido, antes de que se nos cierren los ojos y se termine todo. Y no de la mejor manera), igual que en el pase del testigo. Cormac Mccarthy, el autor de la novela que dio origen a la película, estaba pensando cuando la escribió en su hijo menor, que por diferencia de edad podría ser su nieto: qué mundo espantoso que le queda cuando yo no esté. El niño de La carretera tiene que permanecer santo: es él el que se conduele cuando el padre deja a un hombre desnudo y muerto de frío en medio de la calle; el que insiste para que socorran a un viejo medio ciego que se encuentran en el camino o se queda maravillado cuando un escarabajo se le sube a la mano. El que dice más de una vez, “no dispares, papá. No lo mates”. Convenientemente, la película arropa su fábula apocalíptica con la carga de un ideario cristiano en la que el padre se ofrece como figura sacrificial para que el hijo pueda seguir manteniendo su pureza original. Que el niño siga pensando en que hay bondad, eso es lo importante. Mientras, el hombre se encarga del trabajo sucio, es decir, de la supervivencia. Una secuencia termina con un plano medio que se abre y deja ver una cruz en lo alto sobre los cuerpos de los dos muy juntos, abrazados para darse calor, uno cobijando al otro igual que en una pintura pietista. Como en ninguna otra película suya, Viggo Mortensen parece un Cristo, enloquecido y agonizante: Cristo en plena pasión, cuando ya no sabe nada y solo el cuerpo sigue andando, como si no le perteneciera, fatalmente hacia la cruz.
Pero, ¿qué es en verdad lo que intenta resguardarse, lo que no debe perderse aun cuando todo lo demás se cae? Padre e hijo aluden a un “fuego interior”, figura cursi cuya fuerza retórica no se desmerece del todo, importada directamente del libro: que no se apague el fuego es la consigna. Misteriosamente, en la película la moral reside en el hijo, que no tiene nada que añorar, que se crió en ese ambiente horroroso en donde el prójimo es un caníbal en potencia y que, por su corta edad, no ha conocido tiempos mejores, aquellos en los que un hombre no valía solo por lo que se podía extraer de él. ¿O La carretera sugiere una impensada sofisticación al afirmar discretamente que sí, que siempre fue así, que no hubo nada parecido a aquellos “viejos buenos tiempos”? No lo sabremos. El director prefiere desparramar flashbacks con los que se justifica la presencia de Charlize Theron en el cast y se ratifica la idea de un pasado soleado. En el libro, en cambio, es el chico el que sueña. Pero lo hace con una criatura monstruosa que lo observa chapoteando en el barro. Después se despierta y ve que lo que está a su alrededor no es mucho mejor. La película parece adherir a la idea corriente de que el mundo es maravilloso y de que lo peor que puede pasarnos es que se acabe. En muchos de los planos de La carretera, cuya anónima majestad no logra confundirse del todo con la gramática de MTV, se consigue al menos trasmitir el dejo de una inquietud sin nombre: todo es un pasaje, tarde o temprano nos vamos, no se puede perder el tiempo.