Sos mi dios
The road es una película marrón. Marrón y polvorienta. El mundo, tal como lo conocemos, el mundo de las sociedades organizadas y de las ciudades y las comunicaciones y de la relativa disponibilidad de cosas materiales se terminó. El punto de partida de The road ya es atrapante, porque sugiere que como no hay más comida, no hay más moral. O por lo menos que la moral por momentos, a fuerza de abstracta, se vuelve ridícula (“Papi, ¿nosotros somos los buenos?”). Como una contracara realista, física, de 2012 (que me parece gloriosa, pero en 2012 los cuerpos no estaban expuestos al peligro más que visualmente; John Cusak podía correr delante de una grieta que se abría en el suelo y pegar un salto para subirse a una avioneta, siendo un hombre común, y a fuerza de exageración todo era verosímil), The road es un relato tan agarrado a contar la supervivencia de los cuerpos con escenas casi mudas que toda la posible mística-moral bobalicona y trillada es expulsada para afuera. Porque The road podría ser una película sin diálogos, y no estaría mal: no haría otra cosa que reforzar la idea de que acá se trata de contar algo que es mucho más serio.
Un padre y un hijo sin nombre, abandonados por la madre en un fin del mundo que se prolonga demasiado, salen a la ruta. “Vamos al sur”, es la consigna, pero en el sur muy probablemente no haya nada. Se trata de moverse porque la que viene pisando los talones es la muerte, en la forma de bandas armadas que se comen a los que encuentren vivos o de falta absoluta de comida. Ellos, concientes de que en cualquier momento se termina y de que es mejor meterse un tiro en la boca que dejarse comer vivos, llevan un revolver con dos balas. El padre, como todo padre, trata de preparar al hijo para cuando no esté, pero preparar en este caso quiere decir saber cómo matarlos a los dos si llega a ser necesario. La intensidad de la relación entre ellos dos, de más está decirlo, es absoluta, unidos por ese poco de vida que persiguen y por esa muerte que llevan encima. Ellos están sucios, tienen la ropa destrozada y están un poco locos (¡la mirada de Viggo, santo desquiciado!). El desamparo es absoluto, y por si el espectador se acostumbrara a verlos mugrientos y al borde del desmayo en ese mundo destruido, una serie de flashbacks que son recuerdos del padre muestran a la mamá. O mejor dicho, muestran en el cuerpo de ella, tirado al sol o acurrucado en un auto, una calidez que se perdió para siempre.
Entonces tenemos al padre y al hijo que se cuidan y tenemos una película de un suspenso terrible, que logra intensidades sorprendentes a fuerza de contrastes. Porque el mundo de The road está tan bien establecido y es tan nítido que en un momento, cuando los vagabundos encuentran un sótano y en el sótano estantes llenos latas de comida que iluminan con un encendedor, ese pedazo del mundo nuestro y cotidiano se vuelve totalmente extraño, y es el paraíso. Y cuando el padre prende un cigarrillo después de la cena, de pronto parece humano. Ahí, por primera vez, medimos el espesor del drama en el hecho de que alguna vez esos pordioseros que vagan en un mundo hostil fueron nosotros. Chapeau, Monsieur Hillcoat, por meternos en el mundo de su película, no con piedad, sino con detalles de cine.
Pero la piedad también está, y está muy bien porque se sostiene en la cara de loco de Viggo Mortensen, que llora todo el tiempo, él, que a diferencia del hijo también carga la mochila del recuerdo. Porque el personaje es todo el tiempo padre pero también es un hombre, y en unos pocos momentos que la película le concede para estar en soledad, lo vemos hacer un camino que es acaso el inverso al del hijo. Primero, cuando se deshace de la foto de la mujer y del anillo en una autopista gris –olvidarse de ella también es cuestión de supervivencia- y después cuando se encuentra con la casa en la que creció, hecha una ruina, cubierta de cenizas. Ahí, da vuelta uno de los almohadones floreados que quedó sobre un sillón, y la sorpresa más increíble espera del otro lado: un poco de color que sobresale de ese mundo gris, el verde y el dorado del estampado de esa tela que quedó boca abajo, conservados intactos. Y con ese color, un testimonio irrefutable de que el pasado estuvo ahí, y de que fue mejor, y la sonrisa de él ante el recuerdo. Una disgresión: la relación con el pasado y con la pérdida es ambigua. Hay cosas que necesitan olvidarse, porque iluminan tanto que el contraste es demasiado doloroso; hay en cambio un nivel de brillo tolerable que es el de la infancia. Acá, como en Camino, existe una vitalidad en la imaginación del hijo -que se pregunta cómo será el mar- que al padre le está vedada, porque para él el paraíso quedó en el pasado. Pero hay que seguir viaje. El camino del padre es hacia atrás, entonces. Primero, el olvido de la mujer, después la infancia, y finalmente una muerte tranquila, hechos los ritos que había que hacer, en una playa.
Lo digo una vez más: The road es buen cine porque logra que la felicidad sea un poco de color en el estampado de un almohadón, o la sensación de abrigo del pullover de una mujer que se acurruca en el asiento de un auto. También es una película al ras del suelo, en la que el amor es envolver al otro, y la poca moral que sobrevive se reduce a decidir qué como y qué no como, al punto de que al padre, que había dicho algo así como que el hijo era todo para él, que era su dios, el hijo le dice a su vez, cuando ya es un cadáver, como última despedida: “Te prometo que te voy a hablar todos los días”. Porque en esta película sin dios, cada uno es el dios del otro, un dios que sostiene a su vez esa otra cosa –sí, la vida- que importa más que nada porque no necesita justificación en este mundo sin ideas.