Algún desprevenido podría creer que La casa con un reloj en sus paredes es una emulación tardía de Harry Potter, pero lo cierto es que se basa en una novela juvenil de John Bellairs -ilustrada nada menos que por Edward Gorey- publicada en 1973, un cuarto de siglo antes que la primera de la saga de J.K. Rowling.
El punto de partida es parecido: el protagonista es Lewis Barnavelt, un niño que luego de quedar huérfano debe irse a vivir con un tío, que habita una mansión encantada y resulta ser un hechicero que lo inicia en los secretos de la magia. El chico no usa anteojos, pero sí unas antiparras antiguas. Aquí no hay otros docentes mágicos: para Lewis, la única referente en la materia, además del hermano de su madre, es la bondadosa vecina, Florence Zimmerman, una bruja caída en desgracia. Y hasta aquí llegan las comparaciones.
La casa con un reloj en sus paredes tiene por lo menos dos fortalezas. Por un lado, el elenco: difícil encontrar mejores intérpretes que Jack Black y Cate Blanchett para esa pareja dispareja de magos. El pequeño Owen Vaccaro está a la altura, y siempre es una alegría ver vigente a Kyle MacLachlan, el actor fetiche de David Lynch. Por otro, la imaginería visual: ambientada en los años '50, desde la caracterización de los personajes hasta la gótica casona encantada, con todos sus objetos animados, son deslumbrantes.
Quizá la historia, que por momentos se hace demasiado hablada y reiterativa, no esté a la misma altura. Hacía falta un poco más de fluidez narrativa para conectar lo que le sucede a Lewis en el ámbito escolar -bullying- con sus aventuras puertas adentro de la casa y la batalla contra el malvado de la historia. Una historia que, de todos modos, es atractiva.