Cuando uno imagina al director ideal para la adaptación de la novela fantástica de John Bellairs -sobre un niño huérfano que debe vivir en una tenebrosa mansión con su extravagante tío-, la imagen de Eli Roth ( La cabaña del miedo, Hostel) difícilmente sea la primera que aparezca. Su cercanía a un terror concreto, visceral, que se sumerge en el gore y en la angustia, lo convierte en una elección atípica y arriesgada. Hay que decir que sale bastante airoso: construye un relato lleno de ingenio y simpatía, en el que conviven calabazas de sonrisa diabólica, relojes de permanente tic-tac y villanos de mascarada escalofriante con las aventuras de un chico que descubre una familia improvisada y se sumerge en los miedos y los desafíos del final de la infancia.
Roth condensa las claves del horror gótico en los colores heredados de la casa Hammer, con sus cortinados y candelabros, con puertas que se abren con chirrido, con vientos sorpresivos y pasadizos secretos. Jack Black explota su energía desbordante, que casi lo convierte en un personaje de animación, y Cate Blanchett, vestida de púrpura, se desliza por la escena como siempre, como si todas las películas fueran hechas para ella. Si soltar del todo ese aire de teatro de lo macabro, entre el humor que exige conquistar un público infantil y alguna parodia autoconsciente para los adultos, la película logra un equilibrio disfrutable.