Hay una cantidad importante de películas (principalmente documentales) que abordan la cuestión de la memoria y se vinculan con los horrores del pasado en nuestro país a partir de los años setenta. Que se haya consolidado un género al respecto es producto de la necesidad por sembrar una nueva verdad que se contraponga a versiones sobre dos demonios u otros disparates. No obstante, más allá de las intenciones éticas que envuelven a los diversos proyectos, la bondad de la crítica parece en reiteradas oportunidades justificar cualquier intento por sobre los verdaderos méritos estéticos. Porque, en definitiva, también estamos hablando de cine. Y La casa de Argüello no solo se asienta sobre un registro íntimo y familiar, sino que organiza sus materiales de modo productivo, sabe qué busca como relato y teje una trama con inteligencia y emoción.
Valentina Llorens dice al comienzo “Decidí ir a Córdoba a filmar a mi abuela. No tenía plan de rodaje”. El filmar como necesidad para exorcizar demonios personales se presenta a la manera de un impulso vital. Esto último, que bien podría aplicarse a la mayoría de los documentales que desfilan por los festivales y se estrenan con absoluta soledad en alguna sala, cobra especial relevancia gracias a un gran trabajo de montaje que permite partir de una experiencia subjetiva y transformarla en algo universal. En una oportunidad, Marguerite Duras escribió “la historia de mi vida no existe” y refirió en una novela una de las escenas literarias de juventud más hermosas. Dentro del amplio espectro de las llamadas escrituras del yo la negación de lo autobiográfico es otra posibilidad de expresión. Para quien filma en este caso es caminar con lo poco que se tiene (la ausencia de la madre, la muerte de los seres queridos, un abandono amoroso) para construir desde los cimientos una historia familiar. Entonces aparece la abuela Nelly. Ella representa el tramo inicial de un camino que el documental traza a través de los recuerdos que se cuelan y de la interacción con la naturaleza. Y en este recorrido estructurado como un rompecabezas aparece también la casa del título, otro espacio de apropiación indebida y de despojo, renacido a través de la oralidad, esa llama que el poder autoritario busca apagar desde siempre.
Pero el cine es el arte del presente, y en el mismo momento en que todo lo anterior va cobrando forma un hallazgo determina otro modo de restitución: aparecen los huesos de sus tíos. El diario personal de viaje muta (como la película) en las consecuencias que dicho descubrimiento provoca en la familia. Los restos de Sebastián y María Llorens transforman la realidad (ya no son desaparecidos, sino asesinados) y el estatuto mismo del documental que estaba en ciernes. Este proceso es organizado mediante una continuidad sumamente cuidada, trabajada con diversos colores y con formas adaptadas a los sentimientos y sensaciones que recorren la historia. Ese cuidado se traslada al corazón de la enunciación que, cuando no se empantana con un registro expositivo, encuentra la veta poética o el sarcasmo bien intencionado (“Mi mamá era clandestina para mí”). La filiación madre/hija es otro de los ejes claves de la película. Mezcla de reclamo, entendimiento, enfrentamiento y perdón, el mismo material fílmico hace carne una relación conflictiva que busca encausarse. Lejos de una enunciación que se victimice, además, se asienta el rol de madre directora como un puente para que las nuevas generaciones de hijos e hijas conozcan el pasado progresivamente a medida que crezcan, con todos los matices posibles. También, en este sentido, La casa de Argüello da un salto de calidad a diferencia de varios exponentes similares, ya que elige incluir las contradicciones y los puntos lógicos de tensión, propios de una generación que afrontó la militancia y resignó la crianza de sus hijos. Aquí hay diálogos entre madre e hija que abordan esta cuestión y lo más conmovedor es que pueden escucharse sin estar de acuerdo. Finalmente, más allá del exorcismo de los horrores, de la distancia, de la crueldad del Estado represor, perdura un recuerdo, el eslabón que reconstruye la cadena de afecto entre ambas. Y es una canción, nada menos que “Plegaria para un niño dormido” del flaco Spinetta.
Por Guillermo Colantonio