Tal vez en un largometraje de ficción no se hubiera podido contar de la manera franca, y con las repercusiones familiares que tiene, este relato que no llega a ser coral, pero que engloba a cuatro generaciones de mujeres, unidas por el dolor.
Valentina Llorens es la directora de La casa de Argüello, y se puso la cámara al hombro en 2000 para viajar a Córdoba y retratar, primero, a su abuela Nelly, que sufrió la desaparición (y luego restitución de los cuerpos) de dos de sus hijos. Pero también a su madre, Fátima, que siendo una presa política que la dio a luz tras las rejas. A Valentina la criaron Nelly y su abuelo. Su pequeña hija Frida, con preguntas sinceras, es testigo de lo que le pasó a su familia.
Llorens habla en primera persona, pero esa ubicación en la trama empieza a ser otorgada a su abuela y su madre, quien primero no quiere ser filmada, sólo permite la grabación del audio. Paradojas: Llorens, mucho antes, le indica a Nelly qué hacer en cámara, cómo moverse, y el audio de esas “infidencias” se escucha perfecto.
La de Fátima fue una familia peronista, y la casa en la calle cordobesa del título fue destruida completamente tras sufrir varios allanamientos. Se habla de la Dictadura, pero también de la Triple A.
El documental va y viene en el tiempo, crece a medida de que el espectador se va enterando de más datos, y se ilustra, por ejemplo, con la visita a la cárcel mendocina donde nació la directora, las palabras de otras compañeras de su madre presas y hasta con las obras artísticas que va creando Llorens.
Poco y nada parece sobrarle a La casa de Argüello, que no es un filme militante -la directora aclara que no pertenecía a ninguna entidad de Derechos Humanos-, pero tampoco lo necesita. Basta con seguir la historia para sentirse compenetrado.