“No descanso bien, dormir se me hace insoportable”. Esas son las primeras palabras de Alejo Ruiz: el protagonista de La casa del eco dice que padece de un mal llamado “sueño progresivo” y se lo explica así a un médico: “Imagine una moneda fallada, sin reverso. Con dos caras iguales”.
Esta patología da lugar a una trama con realidades paralelas: nunca sabemos bien en cuál de las dos caras está sucediendo lo que se ve en la pantalla. Porque, a diferencia de lo que describe el personaje, esas caras son parecidas, pero no iguales. En las dos, Alejo es arquitecto y está casado con Ana, pero en uno de los universos tiene una hija de unos diez años, mientras que en el otro su mujer se niega a la maternidad.
La película juega constantemente con la duda: ¿lo que estamos viendo forma parte del mundo onírico de Alejo o sucedió realmente? “Soñé que viajábamos: íbamos a Corral de Tierra”, le dice Alejo a Ana, y en esa frase explicita el recurso sobre el que se apoya toda la ficción.
Hay que aferrarse a esas escasas pistas, porque La casa del eco es difícil de desentrañar. Si Hollywood nos tiene acostumbrados a historias predigeridas, donde nada puede quedar librado a la interpretación, la opera prima del cordobés Hugo Curletto -también autor del guión- se va al otro extremo: los saltos temporales y la deconstrucción narrativa son tales que se impone el desconcierto. Pero no hay climas o emociones que vengan a complementar esa extrañeza, y entonces la película funciona como una maquinaria sin alma.
Una travesía a caballo por las sierras, en un triángulo misterioso formado por la pareja protagónica y un guía parco, tiene un suspenso que sostiene, en parte, el interés. Queda claro que Alejo está viviendo una crisis existencial que abarca distintos planos: laboral, amoroso, familiar. Oscila entre el enojo, la tristeza y la frustración. Pero es difícil empatizar con él o siquiera comprenderlo, porque las raíces de sus sentimientos son devoradas por el engranaje fantástico.