La cotidianidad se desplaza a un paréntesis sensorial en La casa del Eco, primera ficción de Hugo Curletto, en paralelo a un protagonista cuyo presente resuena inconexo, evasivo, fuera de lugar.
Alejo (Gerardo Ottero) padece dificultades para dormir cuando el derrumbe de una pared de la obra en que trabaja sacude su letanía. Un encuentro breve y tenso con su padre (Rubén Gattino) le revela la existencia de un pinar familiar en Corral de Tierra, que el joven arquitecto se larga a rastrear junto a su novia Ana (Guadalupe Docampo) y un lugareño de pocas pulgas (Pablo Tolosa). La cuestión filial –presente en el pinar, la compañía de una hija acróbata imaginaria (Gina Cavagna) y las discusiones con su pareja acerca de ser padres– se presume el otro lado de la tribulación de Alejo, la salida posible a un solipsismo que es también rasgo estético del filme.
Ese extrañamiento no se induce de una distorsión onírica o psicológica del personaje sino del exceso de realidad, una materialidad sensible que evocan las texturas sonoras y visuales asociadas en la historia a la exterioridad de la arquitectura, la neurociencia o la expedición rural.
En ese sentido, el zumbido ambient de Tomates Asesinos y la fotografía precisa y monolítica de Sebastián Ferrero son claves para entablar un continuo en el que ciudad y campo, tiempo y espacio, sueño y veracidad, mente y mundo devienen superficie: como dice Alejo, el eco es un fenómeno espacial que necesita de la distancia justa para que suceda. Su angustia no es tanto existencial como de perspectiva, de posicionamiento, de escala.
Los exquisitos encuadres del bosque y el río (que recuerdan a Rui Poças), las bellas secuencias gimnásticas de la hija de Alejo y los detalles de insectos y objetos esférico-geométricos son lo mejor del filme de Curletto, que por otro lado luce por momentos un tanto errático, embotado y entumecido.
Así y todo La casa del Eco sale indemne de su encierro entregando una película delicadamente incorformista, que en su anacronía aparente refracta el tema ecológico, la uniformidad digital y la continuidad de la especie. Su actualidad es también cinematográfica: inevitable comparar la mirada de Alejo hacia la maqueta de La casa del Eco (proyecto futurista que simboliza al eco como refugio, espejo fragmentado, soledad y castigo mitológico) con el escrutinio del protagonista de Casa propia de Rosendo Ruiz de la morada en miniatura que pretende habitar; o la urbe tras las rejas y acústicamente diferida que rodea a Alejo con la Córdoba claustrofóbica de Instrucciones para flotar un muerto de Nadir Medina: acaso el cine local atraviese una fase ensimismada en rumbo hacia una síntesis nueva.