No hay nada como la familia unida
El módico interés que genera la primera película venezolana de horror es exclusiva cortesía de la falta de miedo al ridículo de una historia que comienza a tomar giros inesperados y que coquetea no sólo con la ciencia-ficción sino también con el culebrón.
Más allá del dato geográfico (la campaña publicitaria enfatiza con creces que se trata de la primera película de horror venezolana, y no existen razones para poner en duda esa afirmación), la ópera prima de Alejandro Hidalgo viene precedida de una importante cantidad de participaciones y premios en festivales internacionales especializados –del Fantasporto portugués a nuestro Buenos Aires Rojo Sangre– que no pueden explicarse por la simple curiosidad o simpatía por el lugar de origen. En su propio país, por otro lado, logró encaramarse en el sitial del film local más taquillero de la historia. La sospecha de que hay allí algo interesante, novedoso o, al menos, eficaz, se ve confirmada modestamente por la misma película, deudora en parte de la añeja tradición de las casas embrujadas y los terrores góticos, reelaborados con cierto ingenio a partir de un quiebre narrativo que la acerca más al terreno de la ciencia-ficción estilo Twilight Zone. La novedad y/o lo interesante del film, entonces, surge en gran medida de su carácter de pastiche y de la viveza a la hora de mezclar viejos y probados ingredientes en una cocción ligeramente dispar.La historia es la de un deceso y una desaparición a comienzos de los años ‘80, la muerte de un padre y el cuerpo nunca hallado de un hijo. Y la de una esposa y madre, quien es hallada culpable del probable doble crimen y condenada a la pena máxima de prisión. Que el estado venezolano no se haga cargo de ese inmueble a lo largo de tres décadas es uno de esos pequeños hoyos que la suspensión de la incredulidad debe ayudar a rellenar, pero lo cierto es que Dulce (la actriz y ex modelo Ruddy Rodríguez, muy conocida en su país, aquí convenientemente afeada y avejentada) regresa a esa casa de varios pisos y decenas de puertas y pasillos a enfrentarse nuevamente con los fantasmas del pasado y del presente, tanto los alegóricos como los literales. En los primeros treinta minutos, La casa del fin de los tiempos –en su fase presente y en los flashbacks que van revelando los detalles de la tragedia– acumula todos los golpes de efectos de imagen y sonido que puedan imaginarse, haciendo suponer lo peor. La llegada de un sacerdote del barrio que se interesa por la anciana y su historia de la noche a la mañana, parece otro de esos implantes de guión que nadie se responsabiliza en explicar, hasta que cerca del final...De a poco, a medida que algunos secretos salen a la superficie y la situación del matrimonio de Dulce se resquebraja a velocidad crucero –y sin llegar realmente a brillar en ningún momento–, la situación comienza a tornarse sobriamente atractiva. Ese interés es exclusiva cortesía de la falta de miedo al ridículo de una historia que comienza a tomar giros inesperados, no tanto de un concepto de puesta en escena que comprende el susto como remate de la construcción de microclimas muy cercanos al manual de instrucciones estándar. Con La casa del fin de los tiempos, el cine de terror latinoamericano continúa su derrotero de búsquedas, pequeños grandes logros y estrepitosas caídas. Expresión de deseo: el “latam-horror” sólo será verdaderamente libre el día que rompa definitivamente con las cadenas que lo atan a los clichés como un condenado a una maldición. O cuando logre crear con esos mismos grilletes otro objeto, distinto y reluciente.