Que Venezuela le regale al mundo una película de horror es toda una novedad, y que esa película tenga una calidad técnica formidable y esté a la altura de las grandes producciones del género es más sorprendente aún. La Casa del Fin de los Tiempos se estrenó en el 2013 en su país autoproclamándose como la primera película de horror venezolana. Claro que eso no lo podemos confirmar, seguramente algún pionero que no la pegó nunca se haya mandado alguna en Súper 8; de todos modos, seguramente sí sea la primera de horror en conseguir dinero estatal, en tener una producción importante y en estrenarse como se debe: en cines. Y la recepción del público fue muy buena, metió cincuenta mil espectadores en su primera semana y recibió elogios en todos los festivales por los que pasó; de hecho se llevó el premio a mejor película en el Screamfest de Los Ángeles y el premio a mejor película Iberoamericana en nuestro Rojo Sangre. Otra particularidad es su locación: la quinta Castillete, un caserón que perteneció a Pedro Estrada, director de seguridad nacional en los 50 y mano derecha del dictador Pérez Jiménez; una casa en la que se encontraron huesos humanos enterrados y posiblemente haya sido sede de torturas a militantes comunistas de aquella época. En la película no hay mención explícita a ese pasado de terrorismo de estado pero que trabaje con un tema como la repetición de la maldad como un eco infernal, la acerca más a la coherencia histórica que al negacionismo. Según contó parte del equipo a un medio venezolano, sintieron la mala vibra de la casa y su pasado oscuro desde el comienzo de la filmación y el miedo los hizo decidir que haya siempre al menos tres personas juntas trabajando en la locación; una medida tan eficiente en la seguridad personal como taparse la cabeza con las sábanas.
La trama en la superficie es parecida a la de viejas glorias como The Amityville Horror y Burnt Offerings, donde la casa es objeto central y escenario de la pesadilla de una familia tradicional. Pero acá, su director y guionista Alejandro Hidalgo, además de representar el poder de la locura y de lo inexplicable, le imprime un dramatismo no tan común en el género transnacional; por suerte, a pesar de intentar racionalizar la trama a través de un drama familiar, no subestima lo sobrenatural y no cae en el abandono total de los elementos fantásticos. A Hidalgo todo el pasado fuerte de su país en telenovelas le dio inspiración y referencias para el dramón íntimo/ familiar (tengamos en cuenta también la elección de la “telenovelista” Ruddy Rodríguez como protagonista), pero sin embargo fue capaz de encontrar un punto de equilibrio con lo lúgubre y lo fantástico. Hay varios golpes de efecto bien ejecutados técnicamente, funcionales a la trama y no como meras demostraciones técnicas para goce irónico o estético del espectador (aclaremos que a veces funcionan bien aunque sean pequeñas escenas autónomas, y algunas películas se articulan alrededor de ellas y salen airosas como, por ejemplo, La Dama en el Agua); no hay acá un uso humorístico ni un exagerado horror autorreferencial, en este caso el director nunca avanza hacia al chascarrillo descompresor sino que imprime seriedad (por momentos solemnidad) a su historia de fantasmas y ecos del tiempo. Una puesta que se ajusta a los parámetros que Hidalgo buscaba (hay referencias a Los Otros, de Amenábar) y que a su vez tiene una impronta personal que la hace diferenciarse del género apátrida más perezoso.