LA CAÍDA DE LA CASA GUCCI
Corría una modesta leyenda cuando, en los inicios primaverales de algo llamado “cinefilia” se buscaba asentar su incipiente prestigio en recurrir a pergeñar guiños privados, códigos secretos y un “ábrete sésamo” primigenio mediante rastros –como objets trouvés de un tardo dadaísmo– y florilegios de citas cuanto más extravagantes mejor, excavadas de films ya no B o C sino únicos, ricos y extraños… ¿Films Ómicron? Por qué no.
Uno de estos veneros–¡qué duda cabe!– fue La mancha voraz (The Blob, 1958), opus uno y único de Irvin Yeaworth, en donde además debutara Steve McQueen, ya para entonces dotado con ese gesto y porte de un primo segundo o tercero de un Mitchum que ha leído a Jack Kerouac y está pagando una motocicleta en cuotas. En esta gema modesta y perfectamente arcana, había un rito de pasaje iniciático consistente en contar las veces que Steve, con su pétrea facha, decía “I don’t know”. Cosa que hacía a cada rato mientras una suerte de turgente gelatina Royal o de viscoso áspic rosado avanzaba incontinenti para devorarlo todo a su paso.
Aquí, en esta costosa y delicuescente maratón de insensateces, vulgaridades, camelos varios y surtidos llamada House of Gucci, el sufrido espectador puede hacer el recuento de las veces que se dice la palabra… “Gucci”.
Posiblemente el sonoro troqueo italiano sirva como gong repetido para que el pobre espectador, lanzado a la deriva en este piélago de calamidades, despierte del merecido sueño en que ha caído desde que se inicia este diorama o tren fantasma de ripios, tics, caricaturas charras y multiuso. También y de consuno para que, entre cabezazos somnolientos, actúe como precario memento de qué diablos trata el desfile de sombras propaladas a velocidad simétrica a la ostentosa insignificancia a la que está siendo sometido.
“Ah, sí”, dice entonces el pobre ser singular –atrapado en esas butacas incomodísimas– que se asemeja (si tuviese los beneficios de una cultura clásica) a los esclavos de la alegoría de la Caverna platónica. Aunque esos entes ficticios no creo que fueran sometidos en la imaginación socrática a semejante ludibrio audiovisual como el que debe soportar este neo esclavo de la vulgaridad serializada.
Su acompañante ocasional podría entonces codearlo sucintamente en el costado y recordarle que trata aproximadamente de una familia italiana, más aún, florentina –si leyó la gacetilla correspondiente–, dada a la confección de bolsos, cinturones y relojes, así como de mocasines de gamuza atravesados con la tricolor italiana.
Y tras columbrar la pizza o fugazzetta que sueña zamparse en el sucucho más cercano, y mucho más en confianza, es posible que pregunte a su partner por qué los miembros de esta familia embutida en sedas y linos entallados, y con sus meñiques anillados y departiendo entre historiados mármoles de Carrara, no son felices, pobres, cuando están siempre inmersos en interiores todos calma, lujo y voluptuosidad…
“Es que son decadentes”. “¿Qué cosa?” “Bueno, es como, a ver…son tan, pero tan refinados y perversos que no pueden con su genio y conspiran tiempo completo y pervierten también la impoluta pureza de las mores anglosajonas, que vos sabés (aquí el apodo íntimo que corresponda…) son de una impolutez total; ya que no se confiesan con curas en iglesias y abadías atiborradas de frescos del Trecento, sino que confiesan sus pecados fiscales sobre sus también albas declaraciones impositivas…”
“Sí, sí, te entendí. Pero ¿cuánto falta para que termine?”
Esta cosa no es un film sino un rejunte de viñetas rodadas al azar, salpimentadas de todo aquello que el fascino (de allí deriva fashion, por cierto) y el disegno italiano pueden dar y hasta regalar como la madre generosa que siempre ha sido, puesto que no por nada su emblema es una ubérrima loba que abasteció a los gemelos luego cainitamente divididos in illo tempore.
Todo es a la vista y al voleo. No hay personajes sino vanas siluetas y muecas de actores en autoparodias permanentes, o de jóvenes carentes de gracia y con menos aura que un agujero negro. Por si esto fuera poco, adoban sonoramente el film, o más bien lo rellenan, con una seguidilla de las arias de óperas más socorridas “
Nobleza obliga y más aún.
Intentamos aquí cumplir, en esta columna de A Sala Llena, y por respeto a su director y amigo –así como a cierto lector consecuente–, con una crítica de cine stricto sensu, si bien a esta inmundicia infame, torpe, estúpida, cutre e informe le cabe el peor círculo del infierno estético.
De todas maneras, no podemos evitar sumar que se trata de una acción vil y mercenaria pocas veces vista o recordada. Tal vez nuestra memoria la purifique, pero no creemos exagerar.
El film es todo un repetido y archiconocido panfleto de prejuicios históricos anti italianos que incluye el trío ya mencionado por nosotros en alguna ocasión: casanovismo, maquiavelismo y jesuitismo. Nada nuevo bajo el sol; mejor dicho, bajo la niebla inglesa. Desde Enrique VIII, sino antes.
Así que, en esto, novedad cero. En todo caso, la leyenda negra es de una torpeza comparable a la de El código Da Vinci, que paradójicamente debe haber conseguido conversiones en masa al catolicismo. Pero dejemos.
Este es, digamos, también un film de tesis. Burdo y de un contenidismo abyecto y ramplón, pero que aquí adquiere un matiz especial.
Entre tamaño desaguisado nos topamos con la señora Hayek, que hace de bruja consultora de la señora Gucci; rol brujeril que –hay que admitirlo– cumple a la perfección sin esfuerzo alguno.
Sigamos. La tesis de ese bodrio es que los Gucci eran unos torpes, incompetentes y malvados integrantes de un descocido grupo familiar para manejar una empresa más que centenaria… que ahora sí está en buenas manos, eficientes, exitosas y la mar en coche. ¿Y quién es el dueño presidente, capitoste, del consorcio que ha llevado a esta casa Gucci desde las tinieblas florentinas y sumido en las mefíticas auras del secretario florentino y un toque de Borgias, a la pura y eficiente maquinaria que fabrica bolsos de cuero para millones de chinos nuevos ricos? ¿Quién? A ver, un minuto, dos, tres…
Sí, adivinó: el señor esposo de la bru…, digo de la señora Hayek.
Pocas veces la indecencia moral ha celebrado unas bodas alquímicas tan perfectas con la bajeza y la ruindad estética.
Otrosí. Hoy cierto correctismo impuesto ya sabemos desde dónde, y que es –ya hay que gritarlo– el mayor intento de despolitización y neutralización que pueda concebirse, donde está prohibido terminantemente siquiera intentar acuñar o esbozar a un personaje o rol femenino que sea medianamente negativo. Pero hay excepciones: todavía pueden fabricarse femmes fatales, putas, malas y manipuladoras. Eso sí, tienen que ser latinas y católicas. Como aquí Patrizia Reggiani-Gucci.
Una tendencia desde luego que acuñada en las mismas vetustas usinas ideológicas pero que siguen produciendo a destajo. Desde Juana de Arco a Evita, pasando por Lucrezia Borgia, Caterina Sforza o las dos reinas Médici, pueden ser histéricas, putas, manipuladoras, monstruos, si previamente son latinas y católicas. Porque si antes del puritanismo victoriano, que las encorsetó, hubo y sigue habiendo excepciones en el mundo latino y católico, con mujeres muy poderosas, éstas no pueden ser más que histéricas, putas, o dementes.
Esto debe hacer reflexionar a todos y a todas –aquéllos y aquéllas– que piensan que un “causismo” puede estar separado de una decisión política completa, plena, histórica. Donde amigo y enemigo sean determinados no ocasionalmente y al capricho de algunos, sino dictado por hechos y derechos históricos y polémicos.
Que Ridley Scott sea un fotógrafo cursi y sin talento alguno no es novedad alguna. Su cursilería es sólo comparable a la de su paisano Kenneth Loach; con una diferencia: éste es un cursi con conciencia social. Mientras Scott no tiene conciencia alguna.