Ridley Scott ha logrado convertir la trágica caída de la casa Gucci en las mieles de una ópera bufa sin privarse de nada: personajes rimbombantes, maquillajes y prótesis estrafalarias, un inglés con acento italiano y el mejor sentido del espectáculo. Lógicamente, Lady Gaga le abre los brazos a su Patrizia Reggiani para convertirla en el corazón ardiente de la película, exuberante y magnífica, dispuesta a defender ese apellido conquistado con la sangre fresca de su vendetta.
Si Scott demostró que podía convertir la épica de la Edad Media en la verdad de su trasfondo económico en El último duelo, estrenada hace pocas semanas, ahora explora la historia familiar de una de las casas de moda más legendarias de Italia con los excesos de un melodrama de la realeza. Una realeza inventada al ritmo infernal del siglo XX, confeccionando zapatos para las estrellas de Hollywood, oscilando entre el cuero de la Toscana y los rascacielos de Nueva York, destinada a erigir su imperio en una era en la que el arte y la alta costura todavía no cotizaban en bolsa. Scott entiende desde el comienzo que el crimen por encargo es apenas una anécdota, una costura final en un tejido de estafas y traiciones, heredero de los tonos ocres de la Sicilia de los Corleone y de la opulencia de los Borgia en aquel Vaticano del Renacimiento.
La historia comienza con la inconfundible voz de Patrizia (Lady Gaga), soñadora como en los cuentos de hadas, para llevarnos a la Milán de 1978 donde conoce al joven Maurizio Gucci (Adam Driver) en una fiesta. Gaga escalona la progresiva transformación de su personaje a través de actos concretos: la seducción de un tímido Maurizio en la pista de baile y con un trazo de lápiz labial en un parabrisas; los cambios de vestuario y cortes de pelo; una corporalidad segura y dominante sobre la escena. Pero sobre todo la ilumina con la percepción de las duplicidades de ese entorno que disfraza sus oscuras raíces con el oro del despilfarro, tanto el pragmático Aldo (Al Pacino) y sus réplicas de Gucci para amas de casa, como el cadavérico Rodolfo (Jeremy Irons) y sus ataduras a los fantasmas que sellarán su destino. Impulsada por la ambición, por el mismo hechizo que Gucci consagró para la moda italiana, Patrizia habita en un mundo que reclama como propio, pintado como una opereta barata, doloroso como una tragedia griega.
El cine de Ridley Scott a menudo se vio prisionero de una pesada seriedad, una galería de solemnes ejercicios de arqueología de género –Gángster americano (2007)-, de ridícula reconstrucción histórica –Robin Hood (2010)- o de pomposa ciencia ficción –Prometeo (2012)-, que dejaban para Tony Scott la vertiente kitsch de esa hermandad original. Pero La casa Gucci no puede ser más disfrutable, tan desenfadada como lo permite el mainstream, con Pacino gesticulando como Michael en el abrazo a Fredo de El padrino II, con Jared Leto bailoteando con su calva plástica y sus pucheros impostados. Con esa misma osadía filma un casamiento al ritmo de “Faith” de George Michael y la codicia en las notas de “Sweet Dreams” de Eurythmics, imagina las correspondencias más grotescas con envidiable soltura, el sexo como el clímax de una ópera. Scott se sacude las exigencias de la historia real, la trasciende haciendo conscientes a sus criaturas de su condición de títeres del destino, mostrando sus mayores miserias como el eco necesario de sus anteriores grandezas.
“Gucci no es Tiffany’s. Gucci es una empresa familiar y por lo tanto supone problemas familiares”, declara uno de los inversores dispuestos a salvar a la marca de sus turbulencias financieras e impulsarla a una nueva era de ganancias y modernidad. La película encuentra quizás su única meseta en la bisagra que divide el relato entre los 80 y los 90, que coincide además con la breve salida de Patrizia del centro de la escena. Lo que se descubre en esa instancia es que esas astucias corporativas que intentan arrebatar a Gucci del griterío familiar son también aquellas cuyo protagonismo socava la potencia del melodrama, deja algunos retazos en el histrionismo de Leto en la mesa de una audiencia y revela que Scott se mueve mejor en los alaridos de la desolación que en las pasarelas de los desfiles.
Toda esa amalgama impensable que resulta la película adquiere vida en las más rocambolescas traiciones, las vacas del matadero de Toscana, la bóveda fantasmal en la que Rodolfo Gucci pasa sus días, las extravagancias de Aldo, la tontería irremediable de Paolo, la letal cobardía de Maurizio. Y en el corazón, la combustión perfecta que ofrece Patrizia, la maestría de Gaga en cada una de sus apariciones. Scott consigue hacer de la casa Gucci el cielo y el infierno, la gloria de su creación y la sangre de su caída, dioses y monstruos dormidos para siempre en el panteón.