TODO SUPERFICIE
Lo que viene sucediendo con Ridley Scott es cuando menos llamativo: indudablemente es un tipo al que le gusta filmar y por eso trabaja sin parar (este año también estrenó El último duelo y se está preparando para rodar un biopic sobre Napoleón), pero no logra en lo más mínimo que eso se traslade a su más reciente filmografía. Sus películas existen y transcurren, pero no persisten, son incapaces de mantenerse en la memoria del espectador. De vez en cuando exhibe energía y vocación narrativa, como en Misión rescate, pero la mayoría de su cine es efímero, incluso sin un propósito definido más allá de la mera existencia. Y esto aplica más que nunca a ese larguísimo desfile de modas que es La casa Gucci.
Esa sensación de vacío constante que atraviesa la película es un tanto sorprendente, teniendo en cuenta que había mucho para contar. Quizás eso sea parte del problema, porque estamos ante un relato basado en hechos reales que aborda múltiples procesos, figuras históricas y temáticas. La primera parte, centrada en el romance entre Maurizio Gucci (Adam Driver), heredero de la dinastía familiar de la moda, y Patrizia Reggiani (Lady Gaga), de orígenes bastante más humildes, es por lejos la más llevadera. No tanto por la puesta en escena de Scott, sino por la empatía que generan Driver y Gaga, a partir de cómo fusionan introversión y extroversión desde sus respectivos personajes. Ese tramo, para nada innovador pero efectivo, delinea algunas de las tensiones por venir, ya que estamos ante una pareja de outsiders que, eventualmente, se van a ver metidos de lleno en el negocio familiar, donde jugarán roles decisivos.
Sin embargo, ya entrada la segunda hora, todo se empieza a complejizar y La casa Gucci pasa a ser muchas películas a la vez. Por un lado, un retrato de una etapa de transición entre los ochenta y los noventa, con el ascenso de figuras como Gianni Versace y Tom Ford, pero también el final de las empresas familiares y el surgimiento de las grandes corporaciones dentro del ámbito de la moda. Por otro, la historia de la decadencia de la estructura y el sello familiar de los Gucci, con todas sus intrigas cuasi palaciegas. Y, además, el proceso de disolución matrimonial entre Maurizio y Patrizia, que termina derivando en un homicidio por encargo. A Scott parece importarle más lo segundo, aunque se vea arrastrado y comprometido a focalizarse en lo tercero, mientras que lo primero lo deja casi de adorno. Sin embargo, no puede amoldar las tres vertientes, con lo que se dedica a administrarlas más que narrarlas.
De ahí que La casa Gucci se limite a contar todo casi como un mero trámite burocrático, sin ninguna pasión y confiando en lo que puedan dar los rubros técnicos. Eso hasta le hace perder la chance de explotar a fondo el tono paródico y paroxístico de las actuaciones de Gaga, Driver, Jared Leto, Salma Hayek, Al Pacino y Jeremy Irons, que quizás entendieron mejor que Scott el artificio y el grotesco que poblaban los eventos narrados. El tono plano e indefinido, donde importa más el lujo exhibido que los conflictos, o la banda sonora más que el diseño de los personajes, convierten a la película en un objeto desapasionado, carente de vigor, que solo puede explicar lo que sucede desde la palabra y no desde las acciones.
La incapacidad -o la pereza- de Scott para desplegar los distintos elementos de la trama es tal, que, a pesar de sus dos horas y media, La casa Gucci termina resolviendo todo a las apuradas, sin claridad y consistencia. En el medio, los protagonistas condenados a ser meras caricaturas, en una película insulsa y que desaprovecha una historia que tenía mucho más potencial.