El veterano Robert Guédiguian volvió a convocar a su elenco fetiche -su mujer, Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan-, el mismo con el que viene trabajando desde hace más de tres décadas, para hablar de cómo el tiempo modifica los lugares y las personas. El punto de partida es poco original: después de años de distancia, la enfermedad del padre hace que tres hermanos vuelvan a convivir en la casa donde alguna vez fueron felices.
La sensibilidad de Guédiguian (que se hizo conocido aquí por Marius y Jeannette, de 1997) hace que la historia nos envuelva con su entramado de pasado y presente. Dos hermanos se fueron y otro se quedó en el encantador pueblo costero sobre el Mediterráneo: la forzosa reunión los pone de frente a lo que soñaban con ser en su juventud y la realidad de las personas en las que se han convertido. Y no sólo a ellos: aun en ese paradisíaco paisaje, hay señales de que el mundo no resultó del modo en que lo planeaba la generación del ahora inmovilizado patriarca.
Las tensiones personales entre los hermanos están atravesadas por los vaivenes socioeconómicos globales. Al punto de que la película está claramente dividida en dos partes: la primera gira en torno a los vínculos familiares, con la política como telón de fondo, mientras que en la segunda irrumpe el drama de la inmigración ilegal y los conflictos personales pasan a segundo plano. Una digresión que diluye el argumento.
Suele haber en los trabajos de Guédiguian un equilibrio entre el costumbrismo y la teatralidad que aquí por momentos peligra: hay algunos diálogos demasiado explicativos, dichos por personajes autoconscientes en exceso. Pero el entendimiento de tantos años entre el director y los actores -hay, incluso, un fragmento de Ki Lo Sa? (1986) con ellos mismos en la juventud, a modo de flashback- compensa esa pomposidad, dotando a sus criaturas, y a La casa junto al mar, de una humanidad palpable.