La nueva película del francés Robert Guédiguian explicita uno de los temas que recorren soterradamente toda su obra: la inscripción del paso del tiempo en el rostro de su troupe de actores. Observada en su conjunto, la trayectoria del director de Marius y Jeannette funciona como un retablo a gran escala de lo que Richard Linklater hizo cristalizar en Boyhood: la revelación de la condición “embalsamadora” del cine, inmisericorde ajustador de cuentas temporales.
La casa junto al mar presenta como premisa argumental la reunión de tres hermanos (Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin y Gérard Meylan) que acuden a un pequeño pueblo costero –escenario de sus veraneos de infancia y juventud– debido a la enfermedad del padre. Sin embargo, la trama deviene en una simple excusa para vehicular la consciencia de la cercanía de la vejez.
En un momento de gran belleza, Guédiguian recupera una vieja filmación (procedente del rodaje de la película Ki lo sa?, estrenada en 1986) en la que los protagonistas retozan alegre y juvenilmente en las aguas del puerto. El personaje de Ascaride –una actriz de teatro– busca en la compañía amorosa de un joven un antídoto contra el empuje de Cronos.
Y, en unos gestos poéticos poco habituales en su obra, Guédiguian fija, en planos detalles repartidos por la película, varios memento mori: un cigarro a punto de apagarse, unos peces agonizando, las olas del mar. Un sorprendente homenaje a la obra del japonés Yasujirō Ozu que se ve algo mermado por una noble y blanda subtrama protagonizada por unos niños inmigrantes ilegales, a través de la cual el realizador francés da rienda suelta a la vertiente más política de su cine. El poder de conmoción de la sugerencia frente a la obviedad del manifiesto ideológico.