Robert Guédiguian vuelve a instalarse una vez más en su lugar en el mundo, en el pequeño pueblito de pescadores en Marsella para mover, desde allí, los hilos de sus personajes. Algunos, ya los conocemos: no solamente porque reconocemos a sus actores de siempre sino porque también Guédiguian juega a darle a la historia un cierto hilo conductor con sus otras realizaciones, hay algo que nos suena conocido, nos parece familiar en sus criaturas.
Esta vez, el director de “Marius y Jeannette” “A todo corazón” y “La ciudad está tranquila” de gran suceso dentro de los circuitos de cine arte del mundo a fines de los `90, narrará el encuentro de tres hermanos convocados a la casa natal a partir de la enfermedad de su padre. Así contado en una sola línea, la historia suena a repetida y a varias veces vista.
Efectivamente, algo de eso sucede: no hay nada novedoso ni sorprendente en el cine de Guédiguian, que sigue filmando con el mismo estilo y la misma cadencia. Pero él también sabe que su mirada cargada de ese espíritu pueblerino siempre tiene puntos de interés y en este caso, la presencia de la muerte en cada una de las historias que se despliegan, es, al menos, un punto de reflexión más que interesante.
Angèle (Ariane Ascaride, musa y esposa del director, figura onmipresente en todas sus películas) es una famosa actriz que vive en Paris y vuelve a su pueblo después de 20 años de ausencia, a ver a sus hermanos Armand y Joseph, para (re)organizarse frente a la enfermedad de su padre.
Será imposible no hablar del paso del tiempo, evitar evaluar –aunque quizás inconscientemente- los caminos que han sido transitados por cada uno de ellos durante esos años y aparecerán algunas pequeñas cuentas pendientes, de esas que siempre afloran en este tipo de reencuentros.
Como una imagen recurrente, en los barcos de los pescadores que salen a atravesar ese imponente Mediterráneo de azules transparentes, aparecen algunos peces boqueando: buscando entre la vida y la muerte, esa última bocana de oxígeno necesaria para sobrevivir.
Así presentará Guédiguian a esta troupe de personajes, tratando de buscar ese aire que les hace falta, su necesidad vital de salir a la superficie, de liberarse del dolor que los tiene atrapados y de tratar de escapar, de alguna manera, de la muerte que los rodea en todas sus formas.
Fantasmáticamente, la figura de la hija que Angèle ha perdido, más concretamente esa agónica despedida de un padre que parece ir apagándose lentamente mientras afloran los recuerdos y las despedidas, la contundente resolución de un matrimonio amigo de sus padres: la muerte en todas sus formas.
Y ese oxígeno tan necesario aparecerá en algunos momentos con un festejante de Angèle que la hace sentir viva y deseada, con el amor que siente Armand por una muchacha mucho más joven y por esos momentos en los que Joseph parece haber disfrutado de su vida en Marsella atendiendo el restaurant familiar.
Pero sin dudas, la bocanada más potente aparecerá -porque todos sabemos que la mirada de Guédiguian frente al mundo jamás ha dejado de ser optimista-, en el tercer acto de “LA CASA JUNTO AL MAR”, cuando tres niños inmigrantes ilegales aparezcan refugiados en la playa y como en un juego de espejos, los tres hermanos se vean tentados a reescribir su historia.
Con un formato y una cadencia que funciona tanto como una marca del autor como de un lugar del que no puede escapar y sobre el que no puede reinventarse, Guédiguian por momentos se plagia a sí mismo y el guión queda como detenido en el tiempo, como alguno de sus personajes. Pero siempre termina pesando a su favor, su mirada pausada, madura y sin sensiblería sobre algunos temas que le preocupan como cineasta respecto de la familia como núcleo central de la sociedad y sus conflictos presentes.
Y así como hace uno de sus personajes, somos peces que Guédiguian devuelve al mar… y volvemos a respirar.