Luego de una larga caminata por un campo lleno de yuyos, una adolescente y un hombre llegan a destino. Es una casa que parece abandonada, y la muchacha y su padre fueron contratados por el dueño para refaccionarla. Enseguida el espacio comienza a tensarse y los hechos se ciñen a un tic tac real, exactamente el mismo que marca nuestro segundero interno. Ahí advertimos que la cámara lleva algunos minutos sin cortar. Estamos adheridos a esa chica, Laura, que nos hará recorrer la casa con su curiosidad suicida.
Adentro todo es oscuro. El primer paso consiste en orientarse en esa negrura quebrada cada tanto por un sol de noche. Los ojos pugnan por hallar algún resquicio de nitidez en una batalla inútil, porque sólo encuentra sombras, polvo, cenizas. La boca de lobo se adivina invencible, pero aun así el desafío resulta atractivo, porque las manchas sobre la imagen surgen y se van continuamente, y la incertidumbre nos obliga a atrapar el grado cero de la luz, la base mínima desde la cual accedemos a las formas. Distinguir un rayito en el imperio de la nada: debería ser un entrenamiento cotidiano para la mirada.
Hasta que llega el primer golpe de efecto, y uno se prepara entonces para el segundo paso, que implica aceptar el pacto de género y dejarse asustar, no importa cómo ni con qué lógica. La propuesta de La casa muda indicaría que hoy el espectador de terror se sigue conformando con el ruido de unos pasos sospechosos, o una silueta que corre veloz de un cuarto a otro, o un cochecito de look tenebroso (como aquel de The Changeling, con George C. Scott, o el de la mismísima Rosemary). Y no, esas simples palancas narrativas no alcanzan. Tampoco los virtuosismos técnicos.
La película pretende justificar su arbitrariedad de manera retrospectiva, una vez que conocemos la motivación de Laura y podemos dar coherencia a su accionar. Pero el problema reside en el durante, el trayecto central del relato que muestra a Laura deambulando por el circuito cerrado y reiterativo de la cabaña embrujada. A pesar de la excelente actuación de Florencia Colucci, al film le falta desesperación real, especialmente en su tramo inicial, cuando el personaje tiene que ganarse nuestra preocupación. Si las puertas están todas cerradas, ¿por qué no probar con las ventanas? Que la heroína se llene de furia, que destroce todo con su guadaña, que demuestre que está verdaderamente atrapada. Verla hacer el intento, eso es todo lo que pedíamos para creer en ella. Porque cuando la oportunidad se presenta, ya es tarde. Nuestras palpitaciones abandonan la sincronía con la ficción. Aunque el estilo del film logre sostener ciertas vibraciones, llega un punto en el cual el futuro de la protagonista ya no nos importa demasiado. Porque el personaje dejó de ser persona para tornarse frío artefacto.