Polaroids de locura ordinaria.
La casa muda, a su manera atemperada y discreta, es en parte un baile de luces y sombras, de parpadeos, de intermitencias; una película que opera con los modales de un espasmo atávico: cae la oscuridad, nos encontramos en una casa ajena; sus recovecos son una incógnita, únicamente hay soles de noche para iluminar lo indispensable. La premisa es básica y se ha puesto en práctica una cantidad innumerable de veces, pero en la película de Hernández sus repetidas delicias logran alcanzar un modesto esplendor que parece, si no nuevo, ribeteado de un breve tono de originalidad, como si el mismo tópico adquiriera un matiz diferente.
Todo surge a partir de una historia que se promociona desde el inicio como verdadera pero que no importa nada, al final: el color acerado del atardecer con el que empieza la película es lo que pesa, si uno está atento a detalles semejantes; y enseguida, el andar de esa adolescente a la que se ve atravesar el campo, pasar por debajo de un alambre y confluir en la misma dirección que el hombre que aparece en un costado del plano y que también va hacia la casa abandonada. ¿Venían los dos de lugares distintos o iban juntos y ella decidió acortar camino, como hacen los chicos? No se sabe. El dejo de autoridad con la que el hombre le habla cuando llegan y se paran delante de la casa, teñido de una dulzura rústica, aclara el vínculo que los une pero no mucho más: Laura, la llama, y le informa las tareas de la casa que harán al día siguiente. No es necesario que ella diga papá. Cuando llega el dueño de la propiedad y se pone a hablar con el padre, que resulta ser su empleado (la casa hay que dejarla más o menos a punto, “emprolijarla”, arreglarla un poco para que luzca más presentable con miras a su próxima venta), la chica se le mete por la puerta abierta del auto, sin que nadie se inmute, y se pone a jugar con algo que cuelga del espejo retrovisor. Una música apenas perceptible de piano, suave y repetitiva, acompaña la acción. Sin que nos demos cuenta, el clima se enrarece y se vuelve, como en un suspiro, algo ominoso. La sensación de incomodidad de la película se construye paso a paso, zurcida con un hilo invisible de angustia.
Es que en La casa muda el terror no es una pasión cincelada en la espera y el temblor sino un malestar instalado secretamente en los pliegues de un tiempo llano que se deja recorrer (obscenamente, sin resto alguno) mediante el publicitado ardid de la falsa toma única. Sólo de este modo, prescindiendo de toda elipsis, el plano puede tensionarse y estallar en un juego de disrupciones que le sirve al director para horadar el presente absoluto de la película y producir la emergencia de lo otro inesperado; es decir, del miedo.
Es cierto que en algún punto de la trama, hacia el final, el director parece hacer derivar todo el asunto hacia el formulismo de una fábula de locura y venganza, conforme el cine y sus explotados temores primitivos, que nos vienen de niños (donde no debería haber ninguna cara observándonos aparece una: hay que recordar la lección genial de un plano en particular de Carnival of Souls), cede el paso a la explicación psicológica en contra de lo sobrenatural. Sin embargo, esos momentos de revelación pueden también ser aterradores: vemos que el miedo no reside necesariamente en los movimientos bruscos que se verifican a nuestras espaldas sin que sepamos qué cosa los produce. Una pared cubierta de punta a punta de fotografías, avistada en un golpe de lámpara, puede descubrirle al espectador la existencia de un mundo más terrorífico aún del que se esperaba. Finalmente, La casa muda propone una historia de horror ateo, no importa si para ello debe descender al territorio melancólico de los males nuestros de cada día: parece que el demonio nos gobierna, aunque no se llame demonio.