TREN FANTASMA
La casa oscura es una de esas películas imperfectas, llena de fallas o pasos en falso, pero que en su insistencia mórbida halla las mejores cualidades mientras los tumbos de la historia y su proceder estético pelean por lograr un producto decente y acorde.
Primero, aclaremos, este humilde cronista siempre se entrega a las películas que visiona o revisiona, entre alguna que otra resistencia, por lo que también aloja en sus venas el goce más allá de su oficio analítico. Es decir, corta, se entrega a la emoción, a la risa catártica, al vilo del suspenso y al salto repentino de los terrores cinematográficos más guasos. Con La casa oscura pasó algo particular: entré como como rengo a la muleta, sufriendo cada tormento de su atormentada protagonista, la maestra de primaria Beth (Rebecca Hall, grande como siempre), mujer emocional y sensible que afronta el desconcertante suicidio de su marido y que resiste sola, abrumada por la depresión, en un caserón a las orillas de un lago. Hasta ahí bien. Vamos bien. Beth lidia con la pérdida como puede, intenta hacer un duelo en silencio, alejado de la urbanización y conecta cada tanto con alguna que otra amistad. Hasta este punto sabemos que algo tiene que surgir para romper con ese intento de paz interior, espiritual. Como no somos ningunos peleles, nuestras sospechas se concretan: algo comienza a acecharla por las noches, una entidad (que linda palabra, la empata otra más, “otredad”) que no podemos ver pero que se manifiesta golpeando puertas o encendiendo el equipo de música a todo volumen en horarios de protección al menor. Una entidad que viene a molestar, como toda entidad en el cine de terror. Vale aclarar, por las dudas, que La casa oscura es una película de terror, sí, de ese género que muchos reniegan e intentan hacer pasar como “thriller sobrenatural”,o peor, “thriller psicológico”, alimentando la falsa intelectualidad y creyendo que con esa denominación lo emancipan de la vulgaridad, de lo zonzo. Pero no, es al revés gente. Ya que hay reseñas dirigiéndose a esta película con estos términos poco felices y pretenciosos. Sigamos.
Beth comienza a tener sueños lúgubres y extraños, que serán cuestionados si por alguna razón eran una realidad disfrazada de pesadillas. Hasta este punto tenemos algunas cuestiones: ¿es ese vecino amable que cada tanto la contiene sospechoso de algo?, ¿el ex marido es la entidad que fastidia por la madrugada porque se ve que en el más allá no hay nada para hacer? ¿Beth está tan mal que todo lo que ve es producto de su estado mental? Bueno, en parte sí y en parte no, algunas se resuelven y otras no. Beth comienza a investigar un par de fotos que encontró en el celular de su difunto esposo, donde ve a otra mujer. Eso impulsa su paranoia y, en consecuencia, encuentra un secreto muy revelador y para nada desdeñable que se agradece bastante pero que trae consigo algunas cuestiones irresueltas. Porque además de haber sido un tipo atractivo, arquitecto talentoso y amoroso, el hombre guardaba consigo unos secretos tan turbios que mejor haberlos llevado a la tumba. Beth, entre sueños que tal vez no sean tan sueños, paranoias varias, emociones incontenibles y la mala costumbre de no prender luces aun cuando es atormentada por la otredad (avisé que me gusta esta palabra), empieza a entrar en un plano surreal y perturbador, que en su transcurso hacen del relato un rompecabezas críptico que es lo más desfavorable y anticlimático del film, guiándonos hacia unos 30 minutos finales algo densos y más vuelteros que el recorrido del 176. Vamos por partes dijo Jeffrey Dahmer (si, es un chiste).
Una vez que arranca, en su función iniciática, hacia los terrores primarios del relato sobrenatural in crescendo, la película está muy lograda. Principalmente por momentos de tensión rematados por golpes de efecto que, más allá de su naturaleza efectista, son efectivos y hacen dar unos saltos que mejor no tener el celular a mano porque va a terminar en la cabeza del espectador de la primera fila o en el pasillo del cine. En este plano podemos decir que es un tren fantasma que busca, escarba profundo las más variadas formas de asustar porque en esencia, y más allá de sofisticaciones innecesarias de su historia, lo que realmente importa es divertirse. Que a uno lo asusten en un cine (la película, no el espectador escondido entre las butacas) es parte del divertimento, de la fiesta, del goce (mencionado anteriormente) de ver este tipo de relatos. Cuando la cosa se pone peluda, es decir críptica, casi un crucigrama para resolver en el subte, es donde la diversión termina. Más allá de algunas perturbaciones que pueda despertar, como lo han hecho innumerables films, lo fundamental es pasarla bien: porque nos contaron bien una historia, porque nos divertimos, a pesar de los malos tragos de sus personajes; porque se nos pasó el tiempo volando, nos emocionamos y la vivimos; por enumerar un par de sensaciones honestas. Obvio que también debe haber un espacio para la reflexión, la contemplación y la profundización de todo marco teórico dentro de una obra. Pero aun así, más allá de si una película lo permite o no (así como nuestro conocimiento) el cine se disfruta. Siempre, sea Hitchcock, Truffaut, Fellini, Aristarain, Ford o Michael Bay quien esté detrás de la cámara, más allá de conocer al responsable y de saber hacia dónde nos lleva. Lástima que La casa oscura se queda a la mitad, entre ideas irresueltas y hasta un tanto confusas, engorrosas, algunas pretensiones vagas (pero que la condicionan brutalmente) y algunas reiteraciones innecesarias. Por lo demás no está nada mal: el tren fantasma dio un viaje escalofriante, funesto y disfrutable que vale cada susto, cada golpe efectista y alguna representación esotérica sobre la psiquis rota y sus consecuencias. Perdonando eso, no se la pasa nada mal.