“Tenías razón. No hay nada”. Esas palabras se dibujan en la nota escrita por el marido de Beth (Rebecca Hall) antes de su violento suicidio a bordo de un pequeño bote. Frases que reverberan en la mente de la viuda días después de esa muerte que la deja sola y cautiva de su casa junto al lago. La casa es su única compañía, y en las noches alguien parece visitarla, dejando sus pasos marcados, la música encendida, presencias espectrales que aguardan en la sombra, en el recoveco más oscuro de los propios sueños.
La casa oscura podría pensarse como una película sobre la negación antes que sobre el duelo, sobre los mecanismos de protección que ensayamos ante los más terribles silencios y descubrimientos. Y sin abandonar esos dilemas sobre el después de la muerte y la angustia del vacío que nos aguarda –es clara la referencia a La hora del lobo, el acercamiento más evidente de Ingmar Bergman al terror-, David Bruckner (El ritual) modela su puesta en escena sobre un terror que prescinde de golpes de efecto y monstruosas apariciones, que es capaz de subvertir lo conocido para convertirlo en su espejo más siniestro.
Pero el gran mérito de la película es la interpretación de Rebecca Hall, una actriz capaz de dar a su personaje todo un abanico de emociones sin reparos ni excesos. Su Beth transita el perfecto calvario del género, sometida a asedios fantasmales, a exploraciones en el bosque, a revelaciones inaceptables, pero también una cruzada metafísica, expresada en un cuerpo convertido en drama, en la carne verdadera de esas tinieblas.