Aunque en cierto sentido la película “cierra” su historia con un deux-ex-machina un poco apresurado, hay una idea. Una idea es ya mucho en el cine que nos atosiga semana a semana desde hace algunos años. Aquí el cine de terror se combina con su verdadera matriz, la del melodrama. El amor, llevado a un extremo, lleva a extremos desaforados, a la locura de ir más allá de lo posible. Los temas de esta película son los del doble -hay una casa que es igual a otra casa; una mujer o mujeres que son como otra mujer- y la idea de ir en contra del destino, contra el Mal en estado puro que es la nada misma. El vector es menos el efecto especial (los hay) que el trabajo de Rebecca Hall, que es un cuerpo y un rostro sometidos primero a la pérdida, luego a la tristeza, luego a la incredulidad, luego a la desesperación, luego al horror. Y en cada etapa de ese viaje, llevado a cabo con mano diestra, nos lleva con ella a los espectadores, hasta que el tapiz fantástico se nos vuelve creíble. No es perfecta la película, pero apunta a algo más que asustar: apunta a contarnos que el miedo vive con y en nosotros.