LOS DEMONIOS INTERNOS
Beth (Rebecca Hall) acaba de quedar viuda: su marido, Owen (Evan Jonigkeit) decidió una noche subirse a un pequeño bote que tenían cerca de la casa y dispararse en la cabeza. Beth está en shock: ni ella ni nadie parecían intuir nada que pudiera indicar esa decisión y ella ni siquiera sabía que él tenía esa pistola. Pero ese impacto demoledor, que la chocó como un tren a toda velocidad, muy pronto se redobla, ni bien empieza a pasar las noches en soledad en su casa, ya que comienzan a darse situaciones cada vez más extrañas e inquietantes. Cosas que la hacen pensar que no está tan sola en ese hogar y que se relacionan no solo con el pasado de su esposo, sino también con su propio pasado. Uno que creía haber olvidado y que vuelve a hacerse presente.
Como buena película de terror psicológico, La casa oscura es en el fondo un drama y los sustos son una expresión de una conflictividad no resuelta, acechante, de miedos que no se han resuelto y que a lo sumo estaban en un segundo plano. El temor está en lo que no se sabe, pero también en la contradicción entre lo que se quiere saber y a la vez, porque se intuye que la respuesta puede ser terrible. La verdad es lo que atemoriza, los secretos, el pasado enterrado o aguardando a desenterrarse, tanto física como mentalmente. Si en El legado del Diablo el horror se hacía cercano a través de lo familiar e incluso lo genético en combinación con lo demoníaco; en La casa oscura el acercamiento a partir de la pareja, de ese compañero al que, a pesar de la añoranza, a la protagonista se le hace progresivamente cada vez más desconocido, a la par que abre interrogantes sobre ella misma y su propia historia.
A medida que pasan los minutos, La casa oscura se va convirtiendo en una metáfora sobre el dolor de la pérdida, la dificultad para hacer el duelo correspondiente y la depresión no tanto como situación coyuntural, sino como una enfermedad incontrolable e incurable, que incluso puede conducir a la locura. Eso le permite al film pararse en un lugar que propone un más allá desesperanzado, un vacío abismal, casi lovecraftiano, donde la espiritualidad cobra matices que rozan lo macabro. El director David Bruckner construye este entramado con una gran solvencia, aprovechando al máximo lo espacial, el sonido, las luces y sombras para crear atmósferas oníricas profundamente desestabilizadoras. Hay, de hecho, un puñado de secuencias construidas alrededor del tema Calvary Cross, de Richard Thompson, que ponen los pelos de punta y alteran los nervios, transmitiendo una angustia difícil de igualar.
Claro que la puesta en escena cuenta con una gran aliada en Hall, quizás una de las actrices más subvaloradas de los últimos tiempos. Su protagónico aquí es un tour de force emocional, con un personaje que atraviesa casi todos los estados posibles, a tal punto que no puede confiar ni en ella misma. La solidez de su interpretación hasta le permite manejar un humor negro muy particular, donde su Beth ataca y a la vez se defiende de quienes la rodean. Y si su personaje está lejos de ser alguien perfecto y puro, sí se puede intuir y empatizar con su confusión, su dolor y sus temores. Como el relato, Beth/Hall despliega una dualidad constante, que va de la mano con lo que explicita el título de la película.
Es cierto que en los últimos minutos La casa oscura cae un poco en su nivel, de la mano de una resolución que quizás vuelca demasiadas explicaciones y un cierre que posee algunas vetas excesivamente tranquilizadoras. Pero, al mismo tiempo, ese final, donde se consolida la veta dramática de la película, posee un último plano tan ambiguo como perturbador. Es que, al fin y al cabo, hay demonios internos que solo pueden aquietarse, aunque siguen ahí, acechando.