La Cenicienta, como Benjamin Button, nació vieja. El nuevo film de Disney es sorprendentemente fiel a la película animada de 1950. Llamarla una actualización o revisión sería inexacto. Es un homenaje, en live action, a los años dorados del estudio de Mickey. Justamente, su arcaísmo (o clasicismo, si queremos ser más benévolos) es su atractivo para muchos fanáticos de la original. Y es cierto que, de alguna manera, lo novedoso de La Cenicienta es que no es novedosa, porque parece pertenecer a una época lejana. Mientras que otros acercamientos recientes a los cuentos de hadas -Hansel y Gretel: Cazadores de Brujas, Blancanieves y el Cazador o Maléfica- buscan “modernizar” los personajes y las historias, al menos superficialmente, el director Kenneth Branagh y su guionista Chris Weitz eligen el camino inverso. Emulan códigos actorales y narrativos de hace 65 años, y hasta componen algunas escenas, especialmente las del famoso baile nocturno, como si pertenecieran a una clásica épica en Technicolor, en las que proliferaban los colores y los vestidos.
Ahora bien, el calco del pasado es tan exacto, que no solo se repite lo estilístico sino también lo ideológico. Más allá de algunos comentarios del príncipe (y eventual pretendiente de Cenicienta) acerca del “pueblo” (que, por otro lado, apenas aparece salvo desde lejos, en planos generales), las jerarquías sociales están naturalizadas. La protagonista, de niña, vive en una familia acomodada y sus sirvientes, cuando expresan algo, no insinúan ni la menor insatisfacción (sus patrones son justos y benévolos). Al morir su padre, Cenicienta se convierte en la esclava de su malvada madrastra y sus insoportables hijas, y sufre la humillación de tener que hacer, pues, lo que antes hacían sus sirvientes (que ahora faltan porque, sin el sostén económico que proveía el hombre de la casa, no se los puede mantener). Es cierto, Cenicienta cumple todos los deberes -limpiar, lavar la ropa, hacer la comida- que antes hacían varios empleados domésticos, y es tratada como basura por lo que quedó de su familia mixta. Pero la suya sigue siendo una parábola sobre la burguesa que pierde su estatus social y solamente lo recupera (y supera) al convertirse en realeza, gracias al príncipe (rico, aunque liderará un país supuestamente humilde y pequeño) que se enamora de ella. Y esto, obviamente, reedita otro cliché antediluviano: la mujer que necesita del hombre para superar sus circunstancias (lo que atenúa el sentido de su ascenso social, que en realidad es decisión del patriarca de turno).
De más está decir que nadie espera ideales progresistas de una película de Disney dirigida a un público infantil. Lo que quiero subrayar, sencillamente, es que todo acto de nostalgia corre el riesgo de endulzar lo que debería ser criticado, o al menos no reproducido tan complacientemente. Sin embargo, esta (no tan) nueva Cenicienta probablemente sea un éxito. Su clasicismo, además de problemático, puede ser acogedor, como la casa de los abuelos, quienes no defenderán posturas políticamente correctas pero que nos conocen desde toda la vida. La película, dentro de sus estrechos límites, es perfecta. Lily James, que algunos conocerán de Downton Abbey, es Cenicienta (o Ella, su verdadero nombre), un frágil envoltorio de lágrimas y sonrisas. Cate Blanchett, como la madrastra, es soberbiamente autoconsciente, como si su caricaturesca actuación incluyera también notas al pie que la explicaran y la pusieran en contexto: cada gesto está pensado para espectadores familiarizados con el personaje y para quienes el film es un laberinto de espejos que reflejan las versiones anteriores del cuento. Helena Bonham Carter hace lo suyo como la hada madrina, brindando su torrente característico de tics. Y después está Richard Madden, que algunos extrañarán -o no- de la sanguinaria serie Juego de Tronos, acá convertido en un galán simpático y bidimensional, que es lo que es el príncipe en tanto figura salvadora. Hay que destacar, también, el trabajo de Branagh y el director de fotografía chipriota Haris Zambarloukos, que aportan tomas bellísimas, aunque de una hermosura algo banal. Es decir, estamos ante una película que logra exactamente lo que se propone. La incógnita es si lo que se propone realmente vale la pena.