LA MAGIA SIGUE INTACTA
El caso de la Cenicienta de Kenneth Branagh no era una película que tuviera mucha expectativa de parte del público y la prensa. No por ser otro largometraje del actor/director irlandés sino por los pasos en falso que dió Disney en materia de reversiones. Sin ir más lejos, se pueden nombrar los casos de Alicia en el País de las Maravillas (Tim Burton, 2010), Malefica (Robert Stromberg, 2014) y la más reciente Desde el Bosque (Rob Marshall, 2014), que dan una idea de lo peligroso que puede ser una revisión si no hay mucho para decir.
Sin embargo, Cenicienta sorprende. Y para bien.
A medida que Branagh lentamente construye el relato, se puede advertir que todas las decisiones tomadas son, al menos, correctas. Por ejemplo la elección del guionista, Chris Weitz le aporta la misma sensibilidad al personaje de Cenicienta (Lily James) de la misma manera que lo hizo con el Marcus (Nicholas Hoult) de Un Gran Chico (Chris Weitz, Paul Weitz, 2002) o Lyra (Dakota Blue Richards) de La Brújula Dorada (Chris Weitz, 2007). No es casual que los personajes de sus guiones sean incomprendidos o tengan una infancia tortuosa y que a esas situaciones reaccionen sin el menor rencor, casi perdonando. La gente que construye Weitz desde sus líneas entiende a la redención como una forma previa a la felicidad y no a la venganza, al perdón como forma de cerrar una etapa traumática. Y así lo hace Cenicienta cuando de la mano del príncipe (Richard Madden) a punto de irse al castillo, mira a su madastra y simplemente le dice “te perdono”.
El segundo acierto radica en la elección de las protagonistas: Lily James le da a Cenicienta una inocencia que en la primera parte de la película roza con lo naive, pero que hace una progresión natural a la bondad arriba descripta, fundamental en el personaje. Sin embargo a James le pusieron una antagonista dura de roer, por lo menos en el duelo actoral. Cate Blanchett y su interpretación de la madastra de la Cenicienta, Lady Tremaine, lo tiene todo, desde el physique du role, pasando por su sobriedad hasta esa belleza inmaculada que bajo determinadas miradas y gestos es maldad pura. Una de las primeras incursiones en la película de su personaje es un primerísimo primer plano donde la economía de gestos de la señora Tremaine dice mucho más que el histrionismo más eléctrico de cualquiera de sus hijastras, Anastasia (Holliday Grainger) y Drisella (Sophie McShera). Blanchett es simpleza arrolladora.
Y por último, da la sensación que todo el bagaje shakespeareano de Branagh parece venirle como anillo al dedo a esta Cenicienta del siglo XXI. Aquí se ven bailes reales, príncipes y princesas, reyes y nobles, todos en segundo plano pero sumando a la atmosfera mágica de un supuesto medio evo. El director norirlandés, que hizo la primera Thor (2011) de Marvel, convive con la ventaja de que todo el mundo sabe lo que va a contar y entonces se concentra en los detalles del como mas que en el qué. Esos detalles van desde como Ella pasa a ser Cenicienta, como se conoce con el principe y la redefinición de los papeles secundarios (Gran Duque).
Branagh no logra un relato inolvidable, es verdad, pero sí logra una historia amable y querible, que logra momentos altos, y cuya mayor virtud es que conoce bien los límites y las finalidades ético-morales de la historia de Charles Perrault. En ese contexto y con simpleza, a este nivel, Cenicienta logrará que las princesas, los príncipes encantadores y los había una vez estén lejos de desaparecer despues de la medianoche.
Por Pablo S. Pons