Con la voluntad y la confianza de creer
Debo decir que en la previa La Cenicienta me inspiraba prácticamente cero expectativas. Es que Disney hasta ahora había hecho muy poco para entusiasmar con sus reversiones de clásicos infantiles: Alicia en el país de las maravillas había mostrado la cara más sosa y vacua de Tim Burton; Maléfica tomaba a la emblemática villana de La bella durmiente y la transformaba en un ser totalmente irrelevante a partir de una superficial lectura psicologista; y En el bosque rara vez lograba hilvanar fluidamente sus distintas capas narrativas y estéticas. Tampoco Kenneth Branagh es un director que me apasione: sus intentos por llevar obras teatrales -mayormente shakespeareanas- al cine me han parecido intrascendentes y aunque Thor no estaba mal, Código Sombra: Jack Ryan es suspenso y acción a reglamento, sin verdadera pasión por el género.
Sin embargo, La Cenicienta me terminó sorprendiendo gratamente, no porque sea una gran película, sino porque consigue demostrar, sin esforzarse demasiado, por qué todavía puede tener sentido volver a abordar un clásico cuento de hadas como el de Charles Perrault. Y la respuesta pasa por la capacidad y principalmente la necesidad de creer en lo maravilloso, en lo fantástico, en aquello que se corre un poco de la realidad. No es de extrañar que un film de Disney se plante en esta posición, teniendo en cuenta que ha sido un estudio que supo cobijar al idealismo de Pixar y su voluntad por superar las barreras de lo real. Tampoco es de extrañar que Branagh haga lo mismo, si pensamos en su interés por pensar los puntos de contactos entre el cine, el teatro e incluso el cómic. Lo que resulta llamativo es la confianza en la esencia de lo que se cuenta, que se impone al cálculo a la hora de apuntar a un público determinado o al distanciamiento cínico propio de estos tiempos donde la desconfianza es la regla.
En esto resultan claves, en primera instancia, el tono amable y el ritmo pausado que le impone Branagh a la narración, apoyándose en un guión, escrito por Chris Weitz -recuperando la sensibilidad de Un gran chico-, que se toma su tiempo para ir desarrollando a los personajes y las diversas situaciones que son pilares del cuento original. Y en segundo lugar, son claves las actuaciones, no sólo las de Cate Blanchett y Helena Bonham Carter, entendiendo y repensando las características icónicas de la madrastra malvada y el hada madrina, respectivamente. También la de Stellan Skarsgård, que en su calculador personaje nos vuelve a confirmar que puede ser una muy mala persona, y de Richard Madden y de Richard Jacobi, que como el Príncipe y el Rey logran un par de momentos donde se percibe perfectamente el fluido vínculo que poseen como padre e hijo. Pero la que finalmente se impone por sobre todos es Lily James en el protagónico: a su Cenicienta no sólo se le puede notar su belleza, sino también su bondad, que al principio puede ser confundida como ingenuidad pero se termina consolidando como lucidez, y eso es puro mérito de su actuación, donde se nota la seguridad en lo que tiene para decir desde su rol.
Y aunque algunos personajes y situaciones -en especial los que involucran a las hermanastras- no consiguen despegarse de cierto trazo grueso en el humor, y hasta se podría cuestionar ciertos aspectos ideológicos que parten del relato de origen y no son alterados -como la mirada un tanto esquemática sobre la monarquía o el papel de la mujer en la sociedad-, a La Cenicienta la salvan sus ambiciones emparentadas con el disfrute imaginativo y, principalmente, esa confianza infantil -en el mejor sentido del término- en lo que quiere narrar. Disney y Branagh nos dicen bien fuerte que las hadas existen, y no está mal creerles, aunque sea por un ratito.