En tiempos en que la mayoría de las películas parecen hechas para sedar al espectador haciéndolo sentir confortable, sobreviven un puñado de producciones que ensayan el camino opuesto; esto es, lo confrontan con sus convicciones, con su manera de ver el mundo, con las creencias adquiridas. A este último grupo pertenece La chancha, un durísimo y atrapante film autobiográfico de Franco Verdoia (codirector junto a Pablo Bardauil de La vida después).
La chancha es una película de silencios y miradas, de suposiciones y sugerencias que inquietan. Pero al comienzo es distinto. Todo arranca con el viaje vacacional de Pablo (enorme trabajo de Esteban Meloni) junto a su mujer e hijo brasileños (Raquel Karro y Rodrigo Silveira). Hace un buen tiempo que este hombre radicado en Porto Alegre no vuelve a la pequeña localidad cordobesa de Las Varillas, la misma en la que pasó su infancia y primera juventud.
Pero lo que debía ser un momento de paz y tranquilidad se transforma en un auténtico tormento luego de que Pablo descubra que en esa misma posada está parando un hombre de su mismo pueblo (un Gabriel Goity perfecto en su carácter desagradable y repulsivo) junto a su pareja. Es evidente la sorpresa de ambos ante un encuentro tan inesperado como poco deseado.
De allí en más, la película muestra la interacción de ambas parejas a lo largo de varios días durante los que la tensión entre esos hombres aumentará hora tras hora, más allá de sus visibles esfuerzos para hacer como si nada pasara. Se sabe que hay algo en el pasado en común que los atormenta, que preferirían olvidar pero que ahora, frente a frente, los corroe por dentro. Pero, ¿qué?
En ese vacío informativo anida el núcleo central de una incomodad que no hará más que crecer escena tras escena, al tiempo que la atmósfera pacífica del lugar se convierte en un terreno fértil para que el débil equilibrio de Pablo empiece a tambalear. Verdoia no es de esos directores que necesiten levantar el dedo para gritar sus verdades. Por el contrario, su película hace de la economía narrativa una norma, depositando en ese pasado fuera de campo todos esos demonios que, más allá del paso del tiempo, todavía están más vivos que nunca.