El pasado no pisado.
Apenas un atisbo, una mirada, son suficientes para atizar las brasas del miedo. Es esa chispa incombustible la que bordea la existencia cuando de los traumas nadie se puede escapar, incluso en un nuevo proyecto como el de Pablo (Esteban Meloni), su pareja brasileña Raquel (Raquel Karro), acompañados por el pequeño Joao (Rodrigo Silveira) en lo que aparenta ser un viaje recreativo y de reencuentro con sus viejas historias pero que termina en el peor de los escenarios.
La perturbación es un primer indicio que transmite el protagonista de este drama psicológico, dirigido por Franco Verdoia; según sus propias palabras con fuerte presencia de lo autobiográfico para bucear en la superficie de las secuelas del abuso deshonesto. Lo de “bucear” en la superficie no es un error conceptual sino una imagen con cierta metáfora, porque lo que destaca en este film es el secreto en la superficie.
El trauma de una infancia que se porta desde el comienzo de una relación de poder y manipulación emocional es ese chiquero que rodea a Pablo, no por casualidad enfrentado con una chancha que devora hasta sus propias crías como ese trauma que devora con el tiempo cualquier intento de transformarse y superarse, tanto en lo que hace al contacto con el otro como al proyecto de familia.
La sutileza con la que se desarrolla el encuentro no deseado entre Pablo y un amigo de su infancia, en la piel del gran Gabriel Goity, de mayor edad y a quien pensó jamás volver a verlo por el resto de sus días, es el condimento adecuado para que el drama encuentre su atajo psicológico y no mute en melodrama lacrimógeno a secas.
No puede dejar de mencionarse un gran aporte de las dos mujeres que acompañan, en especial la actriz Gladys Florimonte, compañera de aventuras de Goity, envuelto en su red de mentiras y máscara social.
En síntesis: en La chancha conviven fantasmas de carne y hueso con historia de terror sin necesidad de apelar a ningún golpe de efecto ni monstruo come cerebro. Basta un chancho, que se viste de señor, y una víctima que conoce su verdadera piel, aunque el tiempo los mire desde arriba y ría como aquel que recuerda una travesura de infancia escudado en esa impunidad de la mala inocencia.