La historia de una chica
Las historias sobre cambio de sexo han sido de las temáticas preferidas en el cine para generar debates y polémica aún hasta por estos días en que el tabú pasa -a la inversa de como sucedía hace unos años- por la incapacidad de dejar de lado las posiciones más conservadoras. Y así es como Tom Hooper -ganador del Oscar por El discurso del rey- se anima a contar los pormenores que hubo detrás de una de las primeras operaciones de cambio de sexo (en realidad la segunda) hace cien años atrás.
La historia nos ubica en 1926 en la ciudad de Copenhague en la que vive el matrimonio compuesto por Gerda Wegener (Alicia Vikander) y Einar Wegener (Eddie Redmayne), ambos pintores y cultores de una relación idílica de compañerismo y romance incondicional. Einar es más exitoso pero no tiene problemas en ayudar a Gerda a encontrar su estilo, aún posando para ella en condiciones poco usuales para que pueda inspirarse y pintar con un modelo sin restricciones. Y allí es donde se desata el conflicto, cuando al calzarse medias de seda, zapatos de taco y una buena peluca, el hombre se siente extrañamente reconfortado. Y siendo este un disparador que ninguno de los dos esperaba se convierte primero en un juego fetichista y, más tarde, en el drama de la búsqueda por la verdadera identidad sexual.
Pero La chica danesa no es una película que busque resaltar el morbo ni transgredir desde lo explícito. De hecho las escenas íntimas son muy medidas y los momentos de mayor complejidad emocional no llegan a provocar al espectador lo suficiente para incomodarlo. Y está bien que así sea porque la verdadera transgresión es la de la evolución de este amor entre Gerda y Einar a pesar de lo sucedido. Ella diciendo “necesito a mi hombre” casi en tono de súplica y él -devenido en otra ella- imposibilitado de dárselo, debieran ser parte del suceso que marca el límite de cualquier historia romántica. Pero en lugar de eso es el punto elegido para que ambos decidan -sin enunciarlo- convertir ese sentimiento en otra clase de amor, del tipo que es capaz de prescindir de lo sexual para evolucionar.
A diferencia de otras historias con temática similar como la consagrada El juego de las lágrimas (1992) -en la que la relación parte desde el ocultamiento de la sexualidad de uno de los implicados para luego provocar la ruptura- aquí todo es transparente y también una gran moraleja sobre cómo en toda relación de afecto genuino lo más importante es la sinceridad. No en desmedro de la adaptación de los sucesos reales se hace necesario destacar que el personaje de Gerda está basado en una mujer bisexual (Gerda Gottlieb, 1886-1940) cuya relación con su pareja Einar Wegener era de carácter abierto. Y aunque aparentemente estas cosas pasaban hace cien años sin que pudieran mantenerse en absoluto secreto, el director decide pasteurizar esos detalles y focalizar el conflicto en lo que le sucede sólo a Einar y cómo eso influye en la heterosexualidad de su esposa en esta versión de ribetes más convencionales.
Es una pena en todo caso que las miradas críticas más prejuiciosas se posen sobre la interpretación de Redmayne o sobre la intención del director de abordar un tema tan “oscarizable” como si se tratara de un pecado egocéntrico y no de una consecuencia de sus elecciones sobre algo que merece ser narrado. Hay una intención y un foco evidentes puestos en el rostro y la actitud del personaje de Einar/Lili. Hasta el maquillaje juega a favor de eso aunque la hermosa Vikander se robe -casi a cara lavada- cada escena dándole un dramatismo que conmueve y logra que el espectador sienta el dolor y el proceso de transformación de los sentimientos de la mujer por su marido. Ambos conforman una pareja visualmente atractiva y la belleza andrógina y adaptable de Redmayne la convierte casi en un trío de roles definidos de manera impecable en cuanto a la tensión que se genera.
Esto incluso atenta contra el viaje que emprende Einar en busca de su identidad, de las acusaciones de esquizofrenia, de los tratamientos para curar su “enfermedad” y un gran etcétera. Todo empequeñece frente a la verdadera historia que es la de la relación con Gerda. Es ella quien ante la confusión de Einar se mantiene centrada y lo sostiene, lo ayuda a creer que su cordura está intacta y a aceptar que lo que le pasa por dentro no es una elección que haya podido tomar de manera consciente ni una enfermedad.
La chica danesa también acierta en hacer tácita a la reacción social. Hubiese sido demasiado efectista apoyar el conflicto en el escándalo al revelarse, aún en el entorno artístico en el que la sensibilidad y emociones buscan alternativas permanentes de apertura. Son más los personajes comprensivos y tolerantes que rodean a la pareja que los que condenan o segregan y que -uno supone- representaban a un segmento mayoritario en la sociedad europea de entonces.
La recreación de época, las locaciones y la elección de la paleta de colores en la puesta en escena son de carácter tan pictórico como la profesión de sus personajes, esa exquisita manera de narrar la historia desde lo visual marca un contraste entre la alegría de los tonos y la intensidad del drama, como una manera de decir que las cosas suceden sin que se puedan ocultar con pinceladas de alegres colores. La primera voz de la película va dirigida a Gerda y es una mujer que le dice “ojalá pintaras tan bien como tu marido, debes estar tan orgullosa de él” y eso resume bastante bien de qué va la historia, la de una mujer que busca superarse sin competir con su ser amado y -por sobre todo- sin dejar de sentir orgullo por él.
En definitiva así como sucede con el planteo de la historia, La chica danesa no deja de ser un título tramposo porque no habla del resultado de la transformación de Einar Wegener, sino de la extraordinaria mujer que es su esposa. De hecho se explicita cuando Gerda visita a uno de los amigos de su marido; “es una chica danesa” dice la secretaria para anunciarla y claro, en apariencia es sólo eso aunque resulte pobre y contradictorio para definir las enormes dimensiones del carácter de esa mujer.