Tom Hooper, que no es Derek Jarman, ni Issac Julien, deviene en vocero accidental de las legítimas causas de los movimientos LGBT.
El tema es apasionante, rabiosamente antiesencialista. Un hombre siente que en verdad es una mujer, una clarividencia que alberga secretamente desde la infancia. La física de su cuerpo contradice su convencimiento, no así su sensibilidad y sus modales, los que apenas salen a la superficie debido a las restricciones morales de las primeras décadas del siglo XX. Ese hombre, además, está casado, pero el redescubrimiento de su identidad femenina, o su asunción, será incitado paradójica y lúdicamente por su propia esposa. Una ocurrencia habilitará el rímel, el corpiño y los tacos altos. También la sustitución de los genitales.
El indesmentible progreso social, más allá del previsible aborrecimiento del moralista, imposibilita el escándalo. Todo lo contrario. La historia de Gerda Gottlieb y Einar Magnus Andreas Wegener, o Lili Elbe, es una aceptable historia de nuestro tiempo, en el que existe un decoroso corrimiento en la idea acerca de qué es un hombre o una mujer. Las condiciones iniciales, tanto físicas y simbólicas, no determinan la identidad; en ese sentido, La chica danesa (libro y película) es una ilustración a la medida del liberalismo global (y hollywoodense) del presente: ningún matiz a desarrollar, apenas una atolondrada apología de una causa legítima: la libertad para elegir en todos los órdenes de la vida lo que se quiere ser.
Pero como se sabe Gerda y Lili fueron criaturas de carne y hueso, y vivieron en la primera parte del siglo XX. Parte del interés extracinematográfico que tiene la película de Tom Hooper, un director que ya había demostrado sus limitaciones en títulos insípidos como El discurso del rey y Los miserables (por cierto, una decisión artística involuntariamente dialéctica a propósito de su temática), reside en observar cómo ambos pintores tuvieron que lidiar con los saberes (psiquiátricos y médicos) de su tiempo y los prejuicios que articulaban la vida social en Copenhague. El verbo “observar” quizás resulte concederle al film una virtud que no tiene; La chica danesa es en sí un esbozo de filme, un boceto recubierto de planos ampulosos y escenas sobrecargadas sin una cadencia narrativa que las amalgame.
La superficialidad rampante del filme se constata en los pasajes en los que Einar intenta rectificar su deseo acudiendo a los psiquiatras de su tiempo. Trámite narrativo filmado con apuro y en cierta medida ridiculizado en su escenificación. El momento en el que Einar “lee” un par de tratados de la época sobre la inmoralidad de su transexualidad en una biblioteca pública, o su terapia bestial con rayos, constituyen una síntesis de la pereza conceptual que desinfla cualquier atisbo de rigor en la materia. El subrayado es la marca del estilo de Hooper.
Ni siquiera lo más interesante se indaga a fondo, aunque se debe conceder que una cierta tensión en la personalidad del protagonista sí se llega a percibir: la vocación por la pintura paisajista le pertenece a Einar, pero cuando Lili asciende y se establece como artista, la necesidad de mirar un paisaje y reproducirlo en el lienzo es sustituida por la de mirar a las mujeres y mimetizarse con el género. Esta partición de la personalidad y su relación con la vocación es por lejos el gran misterio del filme. De carambola, tal vez algo de esto se intuye.
Se dirá entonces que Eddie Reymaine está fantástico como Einar y Lili. Así como el director abusa de los planos en contrapicado para encuadrar cuanto edificio se cruce en su camino, Reymaine insiste en un gesto meticulosamente trabajado que aduce timidez y lo repite hasta el infinito. Como Lili está mejor que como Einar, pero la transición, su crisálida, no pasa de ese gesto extenuado plano tras plano. La que está genial es Alicia Vikander como Gerda. Es el único personaje que rehúsa ser un concepto de diseño, el único que no posa.